Suelo decir, cuando me preguntan que si hago deporte, que si que lo hago. Corro unos 1200 metros cada 2 años. Son esos 1200 metros que miden los kilómetros de carretera, son esos dos años que marcan la periodicidad de la Korrika.
Hoy ha tocado. Eran las doce y veinte de la mañana. Eran los límites del enclave de Treviño, junto a Peñacerrada pero ya en “tierra castellana”. Mientras esperaba en compañía de un par de amigos a que llegase el testigo, miraba a mi alrededor y no veía más que nieve. Nieve y soledad. La misma soledad con la que he esperado el testigo en las otras cuatro ocasiones en las que he tenido el gusto y el placer de llevar durante un rato ese testigo que pasa de mano en mano por todo Euskal Herria. Algunas veces de día, otras de noche, algunas en carreteras comarcales, otras en el arcen de carreteras nacionales, pero siempre solo frente al mundo, o acompañado de otro “colgado como yo”.
Luego bajas a Gasteiz, y ves una marea de gente corriendo tras el testigo, y no puedes evitar pensar lo mal repartido que está el mundo. Y no puedes evitar tampoco darte cuenta de que los grandes itinerarios se construyen gracias al esfuerzo callado de muchos “colgados” que aportamos poco dinero y mucho valor. Que hacemos que el hecho de que el testigo llegue de una ciudad a otra sea una realidad, no una ilusión. Aunqeu si se me apura si que es cierto que tiene algo de magia. La magia de los que creeemos en cosas y sin temor al frío, a la lluvia o la nieve, a las agujetas, a nuestra inexistente preparación, nos enfrentamos a unos cientos de metros de asfalto y portamos la ilusión que muchos anhelan.
Cuando el testigo llegue a Iruña, sentiré la misma emoción que en otras ocasiones, la de ser uno de los eslabones que ha hecho posible esta cadena.
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