Estos días andamos todos pendientes de si es legal o ilegal, de si coinciden espíritus o carnes, de si eso es o no pecado original, venial o simplemente desviación de conducta, de si tener vocación de ave fenix es equivalente a ser un delincuente reincidente, de si están o no limitados los derechos individuales, de si debemos podemos o queremos ser ecuánimes y justos.
Y todo gira en torno a lo que la ley define como derecho a ser elector pasivo, esto es, a definir la categoría de elegible, las condiciones y aptitudes que tales deben reunir para poderlo ser, para inscribir su nombre en una lista y someterla a la consideración de sus conciudadanos.
Y el caso es, que ahora que ya todos podemos dejarnos de rumores, y ver las listas oficiales, entre los que conocemos y los que no conocemos, uno echa de más tanto juego de poker, tanta maniobra de distracción, confusión, autodefensa o como se la quiera llamar, y echa de menos una ley que, de forma rigurosa defina, clarifique, y pueda aplicar como concepto de exclusión el término de “impresentable”.
Los impresentables no saben de ideología ni entienden de adscripciones partidarias, son, simplemente, legión. Y llegados a su cargo, a fuerza de no ser inelegibles, siguen con tranquilidad su carrera de impresentables, si bien esto no tiene las consecuencias legales que debiera tener. Porque uno reconoce que es difícil detectar a un impresentable así, a primera vista, pero lo que resulta más difícil de admitir, es que seamos capaces de caer en el error de dejarles volverse a presentar, cuando, aún siendo elegibles legalmente, son, en lo demás, impresentables.
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