Según uno va superando etapas temporales, o sea, según va cumpliendo años, se tiene la tendencia recurrente de evaluarse. En este sentido, uno es consciente de que ya no es un niño cuando más que tener ilusiones y proyectos se dedica a reflexionar lo que ha cumplido y lo que no. Es simple y llanamente cuando llega el momento en el que se deja uno de plantear lo que quiere ser de mayor, para simplemente darse uno cuenta de lo que es.
Podría suponerse que en este tipo de análisis es fácil distinguir la frontera que separa el éxito del fracaso. Pero no siempre es así. Porque uno de pequeño carece de informaciones relevantes sobre la realidad de lo que le va a tocar en suerte, sobre su entorno, sobre las “habilidades sociales”. Quizás también porque uno de pequeño carece de capacidad para cuestionar la escala, y sin cuestionar la escala realmente es difícil cuestionar lo que es el éxito y lo que es el fracaso.
En nuestra sociedad sería fácil que determinar el éxito sería algo equivalente a tener una simpática familia, niños sanos, guapos e inteligentes, un buen coche, una buena casa,una destacada posición social, y sobre todo, un flamante trabajo, o lo que sea, capaz de sufragar todo esto.
La ausencia de alguno de estos factores o de todos a la vez, podría interpretarse como un síntoma de fracaso, y sin embargo no siempre es así, no necesariamente es así.
Yo recuerdo como mucha gente confiaba en mi, y me auguraba grandes éxitos. Algunos de ellos ya no están aquí para ayudarme a establecer un juicio, pero entiendo, creo, confío, en que su escala sería más bien otra. La misma que yo aplico, la misma que me ayuda con frecuencia a relativizar mis “fracasos”. La de la coherencia, la de la independencia, la de la autocrítica, la de tener, siempre y sobre todo, una meta clara. Pensar por mi mismo leyendo y escuchando. Decir por mi mismo lo que pienso, hablando y escribiendo.
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