Cuando el viajero llega a la ciudad de los repartidores son varias las cosas que le llaman la atención.
En la ciudad de los repartidores hay carteles y hasta elementos arquitectónicos que delimitan zonas para uso exclusivo del peatón. Pero el viajero recién llegado está a punto de ser atropellado varias veces en su placentero deambular por ellas. Son los repartidores. Una casta de habitantes que el ciudadano de la ciudad de los repartidores no reconoce como suya. Montan en grandes o pequeñas furgonetas y hasta en camiones que circulan entre los peatones. Estacionan a su libre albedrío haciendo más y más difícil el tránsito a los peatones, y llegado el caso, sus interiores empiezan a vomitar cajas y cajas de los más variados productos.
El viajero avispado observa también que aún siendo muy diferentes entre si, muchos comparten algo en común, algo que a su vez les diferencia del resto, de aquellos que el viajero identifica como indígenas. Unos son morenos, otros directamente negros, unos llevan gorras de lado, otros pañuelos, pero todos hablan con acentos diferentes a los de los naturales del lugar.
Al viajero le llama también la atención la forma en que los naturales, mientras se apartan distraidamente del paso de los carros, hablan a voz en grito de como viene la gente de fuera a quitarles el trabajo, y los pisos, y las ayudas sociales. El viajero percibe una cierta animosidad contra los que comparten piel y acento con los repartidores, y sin embargo, sin ellos los bares estarían vacios y las tiendas también. Alguno incluso tendría que llevarse la compra a casa, pero da igual. En la ciudad de los repartidores los repartidores son unos vagos que mueven lo que comen y beben los no repartidores.
En la ciudad de los repartidores los repartidores no son de la ciudad y los ciudadanos no son repartidores.
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