Hoy visitamos la ciudad de las bicicletas.
Cuando volvió, pasados muchos años, el viajero a la ciudad de las bicicletas la encontró de nuevo poblada de cientos de dos ruedas. Pero fueron varias las cosas que le sorprendieron. El viajero recordaba aquella vieja ciudad de las bicicletas que por años desapareció del mapa para volver a surgir de nuevo con renovadas fuerzas, y no podía evitar comparar lo que veía con lo que recordaba.
En la vieja ciudad, las bicicletas eran grandes y pesadas. Las bicicletas no tenían cambios, ni piñones ni catalinas. Llevaban eso sí, guardabarros, parrillas, cestas, y las más pudientes bonitos faros cromados que alimentaba una pequeña dinamo. Había tambíen bicis pequeñas, plegables. Bicis que montaban los niños camino del colegio, camino de la piscina, o de las vías, o de los ríos, o de los pueblos cercanos en busca de un destino en el que hacer alguna gamberrada.
Las fábricas tenían grandes tejabanas en las que aparcar las bicicletas, y los ciclistas eran a menudo simplemente aquellos a los que el sueldo no alcanzaba para comprar motos o coches. Los ultramarinos tenían también rapidos mensajeros que movían cajas de pedidos en las parrillas delantera y trasera de aquellas bicis naranjas. Las usaba el afilador, el lechero, y hasta complejos mecanismos las habilitaban como puntos de venta ambulante. Eran tiempos de pinza para sujetar el pantalón, tiempos en los que empezaron a nacer cadenas y candados según nacía la costumbre de robar las bicis.
La ciudad de las bicis que ve hoy el viajero es bien distinta. Ahora los trabajadores van a sus fábricas en coches tuneados. Los recaderos de los hipermercados van en furgoneta, y los niños hacen sus travesuras en skates o patines de línea. Y sin embargo, apenas puede darse un paso sin ver una bicicleta.
Las hay que usan los carriles hechos para ella, pero son muchos los que van alternando a su antojo y conveniencia su personalidad de vehículo y la de peatón. Con la primera preocupan a los conductores, con la segunda causan estupor entre jubilados y padres y madres (los tiernos infantes ni se enteran hasta que ruedan por los suelos)
Atrás quedó la pinza y las parrillas. Ahora se usa casco, a veces, y bicis de diseño vanguardista, con amortiguadores y con más velocidades que un deportivo. Ahora hay que llevarse hasta el asiento, y amarrar cuadro y ruedas y demás accesorios. Ahora las bicis se compran o se alquilan, se pasea con ellas sólo o en familia, y se lucen como ecoetiqueta por ejecutivos no agresivos, docentes coherentes y sobre todo estudiantes. Quizás estos son de los pocos que la usan por motivos parecidos a aquellos ciclistas forzados de la ciudad vieja. Pero sólo quizás.
El viajero, agotado de tanto esfuerzo ajeno, busca desesperadamente un vehículo a motor para continuar su ciaje.
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