Cuando era pequeño, bueno, cuando tenía menos años, recuerdo aquellas sesiones dobles que nos tragábamos en el Amaya, o las tardes del domingo en Marias. Con frecuencia nos ponían una de romanos. Recuerdo también aquellas procesiones de semana santa en las que también salían romanos, y hasta la cabalgata de reyes en la que también salían los romanos.
De mano de mi padre fui también conociendo excavaciones en las que se investigaba a los romanos, y así pueblan mis rcuerdos las excavaciones de Cabriana, las de Arcaya, y hasta las de Iruña allá por el año 75. De forma y manera que a mi siempre me ha parecido que los romanos son algo cercano, casi incluso algo propio.
Ayer me acerqué a Iruña Veleia. Otros años se habían acercado mi hijo y mi padre, y como este año no podían ninguno de los dos, pues cogí mi coche y me planté a los pies de la muralla para ver “una de romanos”.
La verdad es que daba gusto ver el aparcamiento petao, la procesión de familias, jóvenes, menos jóvenes, los quioscos, las explicaciones teatralizadas, los caballos, las armas, los ritos y los mitos. En apariencia tan lejanos y sin embargo tan propios, tan cercanos, tan presentes siempre ahí. Porque en días como estos, no puede evitarse pensar en los hallazgos que ha ido regalando el yacimiento. En aquellos alaveses que lo eran sin saberlo, que escribían en euskera, que sentían, que amaban, que bromeaban con dioses y que los veneraban.
Además de eso, uno no puede dejar de admirar como la cultura no es necesariamente algo aburrido, como el investigador no tiene porqué ser necesariamente un sotón gris y aburrido. Como cuando el equipo funciona, todo funciona, con alegría y buen humor, pero a la vez con rigor y seriedad científica e histórica.
Si además el tiempo aconpaña, el camino a casa es todo un placer, el placer de haber participado en algo bien hecho, aunque sea como espectador.
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