Publicado en Diario de Noticias de ílava el 2 de diciembre de 2007Â
Hoy se clausuran en Vitoria -Â Gasteiz unas jornadas, dedicadas a la arqueología o más concretamente a su evolución en nuestro territorio y en nuestro entorno en los últimos cincuenta años.
Yo no he podido acercarme ningún día. Cosa que lamento tanto por el contenido de las ponencias como, y quizás más por ello, por la oportunidad de revisitar muchas caras conocidas a las que uno no ve tantas veces como quisiera. Y es de eso de lo que me gustaría hablar. De aquella arqueología cuasi familiar que puebla los recuerdos de mi infancia. Por así decirlo, del lado humano de aquellos años que, vistos desde hoy, podríamos llamar la protohistoria de la arqueología.
Eran años en los que, superada la prehistoria de nuestra arqueología, aquella plagada de grandes hombres que hoy visten calles y plazas de nuestra capital, un pequeño pero hiperactivo grupo de personas se embarcaron a ellos y a sus familias en una aventura tan intensa como productiva. Arañar las entrañas de nuestra tierra, y mitad cirujanos mitad psiquiatras hacer aflorar nuestro pasado y traer con él nuestra personalidad.
Cada uno hijo de su padre y de su madre que diría el otro, allá que nos juntábamos verano tras verano padres madres hijos e hijas, y mientras unos excavaban otros siglaban, etiquetaban dibujaban y algunos a nuestros tiernos cuatro años aprendíamos con obsesión compulsiva a utilizar el metro. Cada año el colectivo iba creciendo, desde fuera y desde dentro. Y los pequeños nos ibamos haciendo arqueólogos infantiles, y servíamos de guías, y construiamos nuestros poblados para los geypermanes, mientras iban llegando nuevos valores desde los seminarios y las universidades.
Las reuniones seguían durante el año, y las salidas de los domingos, y las excursiones de semana santa, y conocimos asturias, iparralde, y que se yo cuantos sitios más. Y recibíamos la visita de amigos desinteresados desde Valladolid, Zaragoza, Galicia, desde Canarias incluso. Y compartíamos mesa y mantel con Bizkainos y Gipuzkoanos, y hasta Navarros, fíjese usted. Una gran familia que, sin embargo, ofreció a este territorio uno de los más fructíferos y reconocidos momentos de prestigio arqueológico, dentro y fuera. Donde cada uno se alegraba del éxito ajeno y veía normal echar una mano para asegurarlo. Donde se repartia lo que había con criterios geográficos y cronológicos, donde cada uno pedía lo que necesitaba en función de lo que había, donde entre los distintos equipos que se iban especializando se practicaba más la concurrencia en sacar adelante la arqueología, casi como valor de marca del territorio, que las propias sardinas.
Ahora vivimos momentos más profesionalizados, hay más medios, hay más ciencia, más doctores, licenciados y doctorandos, pero yo hecho de menos aquellos años, o por mejor decir, hecho de menos lo que en el fondo es o debe ser el objeto último de la arqueología, lo humano. Más aún cuando se tiene la impresión de que lo humano no sólo no estorba, sino que contribuye. Cuando uno percibe que la competencia en cultura no genera una cultura más competente sino todo lo contrario.
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