Lunes. Cielo plomizo. Lluvia intermitente. El aparato digestivo en plena campaña de movilizaciones contra los abusos. Un sordo dolor de cabeza que recuerda otros abusos, los del Cardú, los orejones, el cava, el champán, el tinto y demás panoplia de inócuos licores.
En el suelo quedan aún los restos del confeti del sábado. En los bares aún perduran las guirnaldas y los espumillones, y van cayendo de los escaparates los buenos deseos. Los papanoeles huyen despavoridos. Y de pronto es como si por fin, olentzeros y santa clauses trepadores hubiesen alcanzado esos balcones de los que colgaban. Han desaparecido.
Las luces cuelgan inútiles en las calles. Ya no iluminarán los sueños. Ni los de las niñas ni los del niño tampoco, que yacen rotos junto a las administraciones de lotería y en la esquina del periódico de los bares.
Es el día después de las fiestas. El día en que las ojeras pueblan oficinas y talleres. El día en que los escolares echan de menos las horas de asueto y los juguetes recien desembalados. El día en que la fiesta cambia de ciclo y se traslada a los mostradores de las tiendas. Han empezado las rebajas y Paco sin venir. Buscando anda el pobre un rinconcito incólume de la visa para poder gastar más.
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