Hay días en que uno no sabe a que hincarle el diente, y otros sin embargo vienen repletos de cuestiones que invitan al comentario. Como a veces es también importante encontrar el nicho, vamos a evitar por hoy los temas más manidos, la encuesta de los jóvenes y sus drogas, las dietas de los junteros de ANV y hasta la cuestión de La Minoria (a este respecto ya escribí algo allá por noviembre del año pasado). Pero decía que hoy voy a coger un pequeño detalle de una noticia de ayer.
El Ararteko entregó su informe anual. Constató que hay quienes no le hacen mucho caso; aludió a los clásicos osakidetza, ayuntamientos, educación, etc.; lamentó que la administración nos trate como si fuésemos parte de ella y no como a humanos; y entre una cosa y otra aludió al tema del padrón. Y este si que, como señalo en el título, es todo un lío de “padrón y muy señor mío”.
Un lío que, por cierto, tiene poco de inocente. Un lío que aflora cuando se quiere tener acceso a una plaza en un colegio, en un piso de etxebide, en una residencia de ancianos, y así en prácticamente todos los ámbitos de la vida. Un lío porque posiblemente sea uno de los más inexactos registros con que cuenta la administración pública. Un lío porque en el fondo no trata muchas veces de más que de defendernos a unos contra otros. En términos de globalidad, estos usos del padrón son excluyentes e insolidarios.
Pero volviendo al tema de la inexactitud, resulta en ocasiones escándaloso lo extendido que está su abuso y lo exíguo de la certificación de su veracidad. Si pasados unos años alguien tuviese que estudiar nuestra sociedad con el único soporte del padrón se quedaría perplejo. Ante sus ojos se dibujaría una sociedad en la que las parejas no viven juntas; en la que los hijos viven con cualquiera, si es abuelo bien, y si no también; en la que el único que vive en su casa es el que tiene que pagarla; en la que los pueblos crecen y decrecen de tamaño según vengan según que elecciones; en la que casas unifamiliares plagadas de metros están desiertas u ocupadas en solitario; en la que pequeños o medianos pisos está realmente abarrotados; y así ad infinitum.
Y el caso es que no es esa la sociedad en la que vivimos, creo. Es todo cuestión de dinero y de privilegios, nada más. Pero es una cuestión que daña a unos y a otros. A los que no mienten porque se quedan al margen de lo que otros disfrutan sin tener derecho a ello. A los que mienten porque luego protestan de la desatención de los sitios donde viven, mientras que no acaban de darse cuenta de que son ciudadanos virtuales, vamos, que de cara a las dotaciones económicas, sociales y de servicios en general no existen allá donde realmente viven, y tampoco dónde dicen vivir.
Y lo más triste de todo es que no sería muy complicado de solucionar. Hacen falta dos esfuerzos. Uno personal, en el sentido de que vivir en un sitio es optar por él, con sus ventajas e inconvenientes. Otro institucional, atendiendo demandas que en realidad son justas pero que la cerrazón de los padrones, y de las instituciones que los usan como filtro excluyente, obliga a “honrados ciudadanos” a mentir para poderlas disfrutar.
Mientras tanto, seguiremos baremando con justicia y repartiendo con equidad basándonos en un registro que nadie se molesta en comprobar, y todos tan contentos. Bueno, casi todos, a algunos nos toca la parte de los “ingénuos ciudadanos”, que le vamos a hacer…
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