Publicado en Diario de Noticias de ílava el 3 de junio de 2008
Pues si. Resulta que los vitorianos somos monopolemistas. No es que seamos polemistas guapos o resultones, que de todo habrá. Ni se trata tampoco de que nuestra inteligencia se empeñe en demostrarnos que lo del porcentaje común de ADN que tenemos con los primates es algo más que una coincidencia. Ni tan siquiera de que como buenos adictos nos entren temblores, sudores y hasta veamos cucarachas o elefantes cuando nos falta la polémica. No, lo que ocurre es que parece que somos incapaces de mantener viva más de una polémica al mismo tiempo. En esta ciudad las cogemos, las exprimimos, las agotamos y nos olvidamos cuando cogemos la siguiente.
Viene todo esto a cuenta de que el otro día me crucé con un pletórico Iñaki recientemente jubilado. Un camarero de los de oficio y vocación que ha servido a varias generaciones de vitorianos (en mi caso hasta tres) desde las barras del Círculo o del Naroki hasta su último destino en la Dato. Un camarero de los de siempre. De esos que son mitad psicólogo, mitad confesor, un cuarto de confidente, un tercio de amigo, un octavo de padre o hermano mayor y que además de todo hasta te ponen un cortado o un vinito. Y me puse a pensar que esta gente si que se merecería una estatua, y hasta estaba yo pensando en lanzar una campaña del tipo”¦ que quiten al torero y pongan al camarero cuando de repente caí en la cuenta. Estatua, Vitoria, me resultó de repente una combinación extrañamente familiar en clave de polémica. Ahh si, claro. ¿pero quien se acuerda ya de la estatua de Follet?. Parece que fue hace años o siglos cuando estaba la estatua en boca de todos hasta que llegó la plaza, y descubrimos de nuevo el monumento, y el tranvía avanzó lentamente y el auditorio resucitó en su nuevo emplazamiento para ir dejando paso a la intermodal esa que no sabemos si enterrar antes de nacer o taparla con arbolicos.
Y lo cierto es que al final la estatua tiene su sentido. Es la única forma de acordarnos del tal Follet a quien hemos visto poco y menos que veremos. Para recordar a otros nos basta simplemente con evocarlos, porque son rostros que han estado ahí toda la vida y no tienen mayor problema en dibujarse en nuestra mente.
Así pues, igual de momento dejamos al torero, al escritor, al trompetista y hasta al propio celedón que sigan durmiendo su sueño de bronce y nosotros seguimos homenajeando a nuestros camareros donde mejor se merecen, en la barra del bar mientras comentamos la última polémica local con taberneros y parroquianos.
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