Corrían los años setenta. A ritmo de Seat 124 pero corrían. Un grupo de jóvenes, (entonces los que no éramos jóvenes eramos simplemente niños), gastaba sus vacaciones hincado de rodillas y azadilla en mano en un tórrido paraje al sur de Laguardia. Pero no todo era sufrimiento. Había camaradería, y buen humor, muy buen humor (por lo general). El grupo cambiaba a veces de elementos. Unos no volvían y otros empezaban a venir. Pero el grupo iba tomando consistencia como grupo. Vamos, era un poco como la selección italiana, que aunque cambien los jugadores sigue jugando igual. Y así se iban incorporando al imaginario colectivo una serie de constantes. La marsellesa de Fernandito, las canciones de Zoilo, los tangos de Leonardo y un sin fin de cosas más.
Una de estas era la leyenda narrada del uyuyus, rebautizado para la ocasión como uyuyus laguardiensis, alguna de cuyas mutaciones estaba por entonces vivita y coleando entre los lugareños. Habla la leyenda del famoso pájaro aquel de rápida extinción que se caracterizaba por su largo pico, amplias alas que usaba para planear, unas patas muy muy cortas y unos cojonazos enormes. Su nombre científico procedía de los sonidos que emitía en sus maniobras de aterrizaje. Del uyuyuyyyyyy con el que acompañaba su descendente y oscilante planeo al uy uy uy que se oía cuando, por culpa de newton, sus enormes cojonazos se arrastraban por el suelo hasta que sus cortas patas lo alcanzaban.
Esta leyenda se plasmaba en sorprendentes hallazgos que en el yacimiento de La Hoya se producían generalmente a manos de los recién incorporados. Un elemento pesado, con el aspecto de un canto rodado, pero absolutamente plateado, vamos como si alguien lo hubiese pintado de purpurina, aparecía de improviso ante los ojos del incauto novato provocando inmediatamente el asombro, envidia y admiración de los veteranos presentes. ¡Un huevo de uyuyus! Se exclamaba. Se hacía al interfecto tomar coordenadas del hallazgo, elaborar la oportuna etiqueta y encargarse personalmente de llevar el hallazgo al director de todo aquel tinglado, quién dependiendo de su humor, recibía igualmente asombrado el protentoso hallazgo y llegaba en ocasiones incluso a invitar al descubridor a ocuparse personalmente de las tareas de siglado y catalogación. A menudo el ingénuo era, además de ingénuo, titulado universitario o estaba camino de serlo, mientras que, tanto el director de la excavación como la parte más experta y cualificada de su equipo eran, que sé yo, curas, ortopedistas, empleados de mercedes, de fournier, del servicio de carreteras de la diputación o simples alumnos de formación profesional rama de mecánica.
Eran otros tiempos, más simpáticos. No se por qué me habré acordado de esto un día como hoy. Pero seguro que muchos de los que andabamos por allí nos acordamos, ¿verdad?Â
Jo, no le quepa a vd. duda…
Como diría Ciceron:
O tempora, o mores!
(Rayos!; cuidado con el ductus, y con las coma y con la anacrónica exclamación!!!!).
Sin embargo de aquellos polvos (más bien pocos, conviene aclararlo) vienen estos lodos (y estos lodos, sin embargo, lo enfangan todo).
En estos tiempos de confusión hay que concluir que el que señala es eso: señalador y aquí hay significados señaladores que han hecho muy bien su trabajo