Recuerdo de mis tiempos de universitario cómo al estudiar los procesos de selección de lo que es o no noticia se acudía a dos conceptos tan antagónicos como coexistentes: mitificación y banalización. Mitificación era aquello que convierte cualquier estupidez en noticia con tal de llenar hojas o minutos cuando nada hay que contar y banalización lo contrario, dar de pasada grandes acontecimientos ante la avalancha de noticias y el espacio disponible de extensión tan prefijada como inflexible.
Con la muerte ocurre en nuestra sociedad un proceso parecido. Tan doblemente presente como incongruente. La muerte es un espectáculo. Más real que muchas ficciones que vemos. Un mismo fin de semana nos recreamos con las calles sembradas de cadaveres de Madagascar, con la pirueta mortal de un acróbata de la moto, y con imágenes suficientemente evocadoras de muertos y muertas, en accidentes, en asesinatos o hasta en ejecuciones. No basta contarlo. Hay que verlo. Y la sola posibilidad de ver una muerte la convierte en noticia. Siendo más refinados, y aplicando la tradicional distinción por la evidencia entre erotismo y pornografía al asunto que nos ocupa, podemos decir son morbos complementarios. Verlo o imaginarlo con datos suficientes, como lo de la italiana.
Ver morir, o imaginar ver morir, a una imagen de hace 17 años cuando cualquiera en su sano juicio, y sano y cristiano juicio debieran tener para empezar los propios cristianos, sabe que lo que muere nada tiene que ver con las fotos que ilustran los telediarios. Que de aquella italiana morena y jovial no queda más que un trozo de carne macilento. Que, usando su terminología, de aquella criatura de dios no queda latiendo sobre la tierra sino un engendro humano, creado por la pericia de los que ven la vida como un latir más que como un sentir, como un estar más que como un ser. Embalsamada en vida. Y de hacer caso a su padre y a quien ha tenido ocasión de verlo habría que decir que muy mal embalsamada.
Y luego sin embargo, todos escondiendo nuestras muertes propias. Llevando a nuestros mayores a fenecer en blancas y siniestras residencias. Evitando a nuestros pequeños ver el rostro muerto de nuestros mayores. Tapando con púdica y brillante manta a nuestros deudos. Jugando a actores de teatro con teatrales maquillajes y asépticas escenografías de tanatorio. Citando a todos en fastuosos funerales mientras vamos al cementerio en familia. Bueno en familia con los operarios de la fenwick y el cura del megáfono, pero por lo demás casi en familia…
Y somos los mismos que discutimos sobre lo de Eluana; que exclamamos ¡Vaya hos…! con lo de Jeremy Lask, el chaval de veintipocos que se dejó los cuernos en Costa Rica; que decimos aquello de pobres negritos con lo de Madagascar o a esos cabrones había que matarlos con los de la violencia de género chico, grande y mediano.
En fin, que será que estamos condenados a este mundo del Ying y el Yang, pero con la muerte al menos podíamos ser más rigurosos. O es un espectáculo o es algo íntimo. O es carne de informativo o lágrima de vivos. Y si acaso es inevitable que sea las dos cosas, tratarlo siempre pensando que detrás de todo gran muerto hay algún gran vivo.
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