Patinazos

Leí­a yo con preplejidad una carta al director en la que, de forma airada, indignada incluso se arremetí­a contra el ayuntamiento por su escasa sensibilidad y perversas intenciones al montar la tan traida y llevada pista de hielo. Es algo de lo que ya he hablado en otras ocasiones. Algo que tiene más que ver con el sentido común que con otras cosas de pensar.

Pero vayamos al asunto. Según parece, y por razones supongo que técnicas, la pista de hielo provisional que el consistorio montaba por navidades y que este año estuvo a punto de no montar pero que terminó montando al ver la que se montaba, está instalada sobre una plataforma elevada. A esta plataforma se accedí­a superando unos cuantos escalones. ¡Anatema! ¡He dicho escalones! ¡Cómo pueden ponerse escalones ignorando la ley 20/1997! ¡Cómo ignorar la existencia de la ciudadaní­a que tiene discapacidad fí­sica! ¡Cómo impedir el pleno derecho que tienen estos ciudadanos a disfrutar de los servicios que se ofertan y que se pagan con el dinero de todos, incluidos ellos!

Pues hombre, a cualquiera que se lo digan todo esto le parecerí­a justo y razonable. Condenable incluso. ¡Pero es que hablamos del acceso a una pista de hielo!  Yo por ejemplo, a quien los tribunales médicos calificarí­an sin reparos como carente de movilidad, sin discapacidades motrices evidentes, sin diversidad funcional (?), vamos, en plena forma y capacidad de trabajar, no me aveturarí­a jamás en una pista de hielo. entre otras cosas porque sobre esa superficie pondrí­a en peligro toda es integridad. Quiero decir que, con independencia de la habilidad, yo personalmente no juzgarí­a prudente que entrase en una pista de hielo alguien que no puede subir tres escalones.

Y es que cuestiones anecdóticas al margen, y dejando constancia de que creo firmemente en la necesidad de acomodar la arquitectura y el urbanismo a los indiví­duos que lo habitan, en torno a ciertas exigencias se me plantean ciertas cuestiones.

En primer lugar estas reclamaciones de igualdad de derechos y oportunidades pueden, llevadas al absurdo, generar situaciones absurdas. Con independencia de las discapacidades los humanos no somos iguales en capacidades, ni fí­sicas ni mentales. Nuestra propia seguridad exige incluso que si nuestra prudencia no basta, otros medios nos la recuerden. Cuando en un parque de atracciones una barra a cierta altura del suelo dictamina que nio entra y cual no, no se trata de una discriminación. El hecho de que las canastas de baloncesto estén tan altas y haya que medir en torno a los dos metros para ser competitivo no supone atentado a la igualdad de oportunidades. El llevar calcetines blancos o ir sin corbata, o no llevar smoking y no poder entrar en una fiesta cuyas condiciones de acceso son esas no es un atentado a la igualdad, es más bien una decisión personal o empresarial. Igual que lo es la de poner el precio a un menú, o al vino de gran reserva con el que todos soñamos, y así­ multitud y multitud de casos. Incluso cuando a un ciudadano “normal”, afectado por alcoholes o estupefacientes varios que disminuyen sus capacidades fí­sicas y mentales, que de facto lo convierten en un discapacitado, se le impide conducir, acceder a ciertos locales o practicar ciertas actividades, se supone que estos impedimentos no son discriminatorios. Cosa distinta es hablar del acceso a servicios oficiales, a ventanillas, a teléfonos, a transportes públicos, etc.

Pero es que incluso cuando se aspira a una gestión social de los bienes públicos la cuestión es también digna de reflexión y debate. Sabido es que los recursos son limitados, por lo que la justicia social manda proceder al más correcto, equitativo y urgente rearto de los mismos. No seré yo quien desprecie el dolor, incomodidad y demás inconvenientes que muchos de nuestros conciudadanos padecen por su situación fí­sica. Tampoco olvido los inconvenientes añadidos que un mundo construido a sus espaldas les produce. Pero si que no termino de ver bien, ni termina de cuadrarme la falta de equanimidad en ciertas pretensiones. La falta incluso de solidaridad a la hora de evaluar las relaciones coste beneficio de ciertas actuaciones así­ como las otras necesidades también urgentes y presentes en el entramado social que dejarí­an de cubrirse. Algo parecido podrí­amos decir de soluciones que, si bien no solucionana los problemas de todos ellos si que contribuyen a mejorar considerablemente la movilidad de muchos ciudadanos que también tienen problemas por razones de edad o falta de forma fí­sica. Leasé el ejemplo de las rampas mecánicas del casco viejo.

Pero es que todo esto me lleva además a una reflexión de í­ndole más social, y que tiene que ver con el individualismo y con la falta de sensibilidad colectiva. Aquello de ayudar y ser ayudado. A todos nos gusta no depender de nadie. Pero a todos también nos deberí­a gustar reconocernos en un contexto social en el que alguien me ayudará si yo no puedo hacerlo. En el que todos estemos dispuestos a ayudar si vemos que alguien no puede hacer algo. No se trata de caridad ni compasión. Se trata tan solo de solidaridad y sentimiento colectivo. Se trata de algo tan sencillo como creer en que una sociedad es algo más que vivir juntos, es convivir, cooperar, ayudarse y avanzarhacia un mundo en el que todos podamos vivir del mejor modo posible. Lo de ser felices ya es otro cantar, pero seguramente llegásemos mejor por este que por caminos plagados de leyes, denuncias y protestas que, por cierto, a menudo suelen cargar contra los mismos.

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