Me ha llenado de alegría la noticia de que a Eduardo Madinabeitia le vayan a nombrar hijo predilecto. Nadie como él se merece un homenaje y un aplauso, porque la sonrisa y el saludo te los roba sin que puedas darte cuenta, simplemente presentando su tarjeta de visita, su saludo sonriente, casi reverente. Vaya pues también mi voto y mi adhesión a su categoría de predilecto. No tengo tan claro, sin embargo, que sea el de hijo su mejor adjetivo, y eso que no dudo de que lo fue y lo ha sido. Pero hasta donde le conozco y le he tratado, me cuadra más el de padre o hasta el de abuelo predilecto. Como diría hoy mi hijo a sus dieciseis, Eduardo es un crack.
Yo no fui su alumno, así que en esa faceta no puedo juzgarlo. Yo le conocí en mi paso por Eusko Alkartasuna, y el suyo, a su conocimiento me refiero, es a fecha de hoy uno de los mejores recuerdos que conservo, que conservo vivo además porque solemos seguir viéndonos, y saludándonos y sonriéndonos y a menudo hasta comiendo separados y juntos a la vez. En este sentido Eduardo es de los que hace que la frase famosa de que en la vida hay amigos, enemigos y compañeros de partido, tome inesperádamente un sesgo positivo.
Yo lo recuerdo en mis primeras tareas de interventor o apoderado electoral. Recogiendo incansable las documentaciones que íbamos trayendo de nuestras mesas. Incluso las de algunos, que por venir de pueblos veníamos tarde. El las ordenaba con mimo, el las recogía con su eterna sonrisa y tenía siempre un minuto para agradecerlas. Este es de esos hombres que me gustan. De los que sabe el valor incalculable que tienen un por favor y un gracias. Tenía entonces más de cohenta años y una energía incombustible.
Hemos coincidido luego en más de estas batallas y hasta en otras. Siempre ha tenido mi respeto y siempre me ha honrado con la impresión de contar yo también con el suyo. Pero que nadie piense en él como en un vacío sonriente. Eduardo tiene también un rostro serio que traslada a su gesto la certeza de que no sólo mantiene la energía en sus piernas. También su cabeza gira rápida y ágil y hace disfrutar del placer de esas conversaciones inteligentes aún siendo banales. Con la sentenciosidad (vaya palabra que me acabo de inventar) que caracteriza al hombre sabio. Con las frases cortas que desbordan sentido y experiencia. Con la palabra suave, destilando prudencia y siempre con un tono de modestia. Con la expresión adecuada para demostrar que atiende, entiende e intenta aprender de quien le habla en vez de limitarse a esperar su turno para hablar.
Yo casi me lo imagino acercarse a recoger sus honores haciendo casi reverencias, sonriendo emocionado y como sorprendido de recibir algo que no merece y para lo que seguramente encontraría muchos candidatos más idóneos que él. Ya no somos compañeros de partido, pero es igual, nos saludamos y nos alegramos de vernos con una alegría sincera que espero realmente que dure muchos años.
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