Esto del futbol es, para algunas aficiones, una auténtica desgracia. La del alavés es una de ellas. Una para las que la tarde del domingo se está convirtiendo en una tortura, un suplicio, un sufrimiento. Va uno y tira por la ventana esas dos horitas tan agradables de la tarde del domingo. Esas horas en las que siendo egoista se tercia una siesta y siendo un poco más altruista apetece una sobremesa adornada con estampas de fournier y amenizada con ecos de escocia. Pero no. Cogemos el portante, aparcamos dios sabe donde y nos sentamos pacientes a pasar frío y hasta a sentirlo aunque la tarde esté caliente.
Si por lo menos fuese divertido… pero no. La grada se encrespa, la tensión crece, y los rostros se crispan. Mucho experto, si. Pero también mucho desacierto abajo en el cesped. Impotentes asistimos al espectáculo de las espectativas rotas. Domingo a domingo descubrimos el engaño del que fuimos víctimas, y tarde a tarde nos percatamos de que cada vez es más eso, más tarde, irreparablemente tarde para cumplir el objetivo que soñamos… tirar pa’rriba otra vez. Pensamos que a las derrotas del pasado año o años derrotarían este año las victorias en una categoría en la que no acabamos de sentirnos de otra forma que no sea de paso.
Pensamos que ganaríamos con el nombre y estamos descubriendo que ni ganamos ni perdemos, empatamos y vamos, poco a poco, camino de sentar plaza en el infierno. A mi tampoco me preocuparía siempre y cuando el espectáculo fuese divertido, el público contento y todos sonriendo de vuelta a casa el domingo. Pero de momento ya se ve que pintan bastos. Eso sí, el próximo domingo me llevo el tapete, los naipes y la colchoneta al campo. Si hay partido, bien, si hay partida, pues bueno, y sino, por lo menos… siesta.
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