Publicado en el número 7 de la revista Herrian, de la Asociación de Concejos de ílava
En nuestro recorrido por rincones semiocultos escogidos de entre los muchos que hay en nuestras cuadrillas, nos había llegado el turno a visitar las tierras de Ayala, un rincón en si mismo con todas las peculiaridades que su posición, su orografía y su larga y renombrada historia le aportan. Aiara en sí no es una, son muchas y muchos son los sitios donde perderse. Podíamos haber elegido Quejana, La Encina, o las grandes urbes de Laudio o Amurrio, pero preferirnos adentrarnos en este carácter fronterizo y semioculto y acercarnos precisamente al límite de las tierras de Ayala, a un pueblo remoto y trashumante, de los que han pasado a lo largo de los siglos de un lado a otro de los límites.
Retes de Tudela es, como alguno más de los sitios de los que hemos hablado un sitio a donde hay que ir. Es difícil pasar por él. Eso sí, el camino para llegar, parada en Artziniega incluida, es de los que conviene hacer entre dos conductores. Más que nada para turnarse entre el que contempla el paisaje y el que atiende a la carretera, que se las trae, especialmente en la última subida a cuye cruce, por cierto, hay que estar atento. Porque Retes está alto, muy alto. Y lo bueno que tienen estos sitios altos que en su día nacieron para defender valles y pasos, es que hoy atesoran vistas y paisajes. Retes de Tudela de estos los tiene a puñados. Como para sentarse un rato y quedarse mirando el horizonte, el cercano y el lejano, los prados y los escarpes.
Pero hablando de sentarse, lo malo que tienen estos sitios apacibles y apartados es que a veces viven en exceso para dentro, para sí mismos. No se trata de convertir el pueblo en un parque temático, pero si de mimarlo y ofrecerlo al paseante, al transeúnte y hasta al visitante. En este, como en otros muchos sitios, el carácter urbanamente incipiente de sus calles medievales se hace difícil de contemplar entre los ladridos de los perros. Algunos con cadena y otros solo con collar. No te muerden, no en mi caso, pero realmente no resulta apacible tener que poner un ojo en el visor de la cámara y el reojo en las fauces del animal que ladra junto a tus piernas.
Mi visita fue por tanto más breve de lo que hubiese deseado, aunque suficiente para descubrir las posibilidades que para una buena tarde, incluso en familia, ofrece el entorno de su parroquia de la Magdalena. Un parque recoleto con sus columpios y todo y situado en un extremo del alto donde se encuentra el pueblo, desde el que dejar correr la vista y buscar las formas reconocibles de las cimas lejanas y las siluetas de las villas y poblados. Pude también comprobar esa curiosa tendencia que tienen muchos de nuestros pueblos de hacer convivir inmuebles derruidos o al menos gravemente enfermos con otros ya rehabilitados o camino de ello. Es como una llamada a la esperanza de ver algún día desaparecer las ruinas de ellos, y recuperar el bullicio callejero que les dio vida en tiempos en que vivieron entre sus muros cerca del centenar de personas. La esperanza de que las voces juguetonas de los niños sustituyan a los ladridos vigilantes de los perros.
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