Hace años, muchos ya, conducía feliz mi primer coche por las calles de Vitoria. Era un Dyane 6 que me habían regalado. El paragolpes lo tuve que buscar en un desguace, los embellecedores de los faros habían perdido su misión, y alguno incluso se había perdido a sí mismo. El humo del escape entraba por la calefacción, por lo que había que conducir con las ventanillas abiertas. El velocímetro se atascaba, y si tirabas con fuerza del freno mano perdía lo de freno y se quedaba en la mano. Cuando llovía había que conducir con una mano en el volante y otra en el motor del limpia, porque si no no hacía contacto. Eso sí. Tenía aquel coche todo mi cariño. Todo el cariño del mundo. Era mi primer coche.
El caso es que iba yo por la avenida cuando al llegar a la rotonda que antes del tranvía unía Sancho el Sabio y la Avenida y viendo el semáforo a punto de metamorfizarse aceleré y pasé con tan mala fortuna que mi aleta trasera derecha topó con el paragolpes delantero de un ford fiesta de los de primera generación y se lo arrancó a medias.
Asustado por el ruido y al descubrir en mi espejo los estragos de mi acción me detuve en la misma rotonda, junto a la entrada de Beato y esperé al otro conductor. Su coche no sé si era el primero, pero estaba, en lo que a conservación y estado general respecta en una situación pareja al mío. Armados de nuestros papeles mohosos nos bajamos y comenzamos a intercambiar datos y responsabilidades. Que si yo estaba parado, que si en realidad mi golpe está detrás, que si el paragolpes estaba ya medio suelto, etc. etc. Estábamos en esas junto a nuestros queridos montones de chatarra, cuando la parte contraria me dijo algo que nunca olvidaré: Llevamos aquí un rato discutiendo por dos pedazos de chatarra como si fuesen dos maseratis. Cada vez más gente se nos queda mirando y tengo la sensación de que estamos haciendo el ridículo. Quedamos en algún sitio para arreglar todo esto y vámonos de aquí. Tenía toda la razón del mundo. A la tarde de aquel mismo día, en un bar tranquilo, arreglamos nuestras diferencias, firmamos los papeles y nos tomamos unas cervezas. Nuestros coches siguieron andando y haciéndonos felices a pesar de su aspecto y de que su valor práctico y sentimental era mucho mayor que el valor de tasación.
Estos días leyendo la crónica de la pugna interna en Ezker Batua me he acordado de aquel episodio, ¿por qué será?
Gracias por tu recuerdos, pésimo conductor. Todos-as las hormiguitas, al volante se convierten dragones de los de película de terror. Algo parecido debe pasar cuando militan en un partdo de izquierdas.
¡A POR ELLOS! (me refiero a la derecha )