Hablar de funcionalidad, eficiencia, practicidad y otras zarandajas cuando de lo que se trata es de arrinconar símbolos no es otra cosa que quitarse la careta. Es lo que hacen una y otra vez las trasversales, los que han venido ha imponer su normalidad, los que quieren que en esta tierra haya sitio para todos, especialmente para ellos, los que entienden que para poder estar todos a gusto lo suyo es que estemos todos a su gusto, forma y maneras.
Primero fue el espectáculo simpático y bochornoso del mapa del tiempo. Luego su particular guerra de banderas. Luego la presencia de uniformes en nuestras fiestas y de nuestros civiles electos en las suyas. Luego el fervor iconoclasta aplicado a la política y a las fiestas populares. Eso por no hablar de subvenciones, premios, planes para la paz y el idioma y tantos otros elementos con los que en definitiva se dirige o se desvía la identidad, la historia y la cultura hacia esa uniformidad universal y esa aniquilación de la diferencia más allá de lo floklorico o de lo pintoresco que algunos patrocinan.
Ahora les quitan las txapelas a los hertzainas y todos tan contentos. Es más importante que lleven gorra que, además rima con porra, y como más que hertzainas deben ser policías pues allá que generamos otro lote de productos para los almacenes esos que son para unos de la memoria y para otros del olvido. Los almacenes en los que están las fotos, las ikurriñas, los cancioneros, los mapas, los escudos, los kaikus y los arrantzales y algunas víctimas, otras no, por supuesto.
Nos dicen que son sólo símbolos, y creo yo que debemos contestar que precisamente por serlo son más que adornos, son, efectivamente símbolos. Esas cosas que constituyen precisamente nuestro universo simbólico, nuestro referente emocional y nuestra identidad cultural, poco más que un conjunto convenientemente aderezado de símbolos que van, uno tras otro camino del cementerio o el basurero.
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