Publicado en Diario de Noticias de ílava el 12 de octubre de 2010
La semana pasada, viendo fotos y portadas, me acordé de un viejo cuento que me acabo de inventar.
í‰rase una vez un pueblo al que llegó una franquicia de sociedades. Como cayeron bien a las autoridades del lugar éstas comprometieron su apoyo y el de todo el pueblo, que en esa vez de la que hablamos tenía voz para decir amen y voto de pobreza obligatorio. Así que recaudaron fondos, reclutaron voluntarios y levantaron un txoko que era incluso mayor que la Casa de Concejos.
Pasaron los años y la Sociedad siguió creciendo. Con el esfuerzo “voluntario” de todos adquirió platos, y cuadros y manteles, y hasta vajilla de oro y plata para los de la franquicia. Organizaba cenas a diario, y los domingos y festivos comidas a las que era conveniente acudir so pena de que te expulsasen de la Sociedad, lo que significaba que se te mirase mal y que tuvieses problemas para vivir y trabajar.
Siguieron pasando los años y la gente empezó a cansarse del menú y hasta de la Sociedad. Algunas autoridades también. Hubo revueltas y el pueblo empezó a tener voz y a veces voto. Cada vez más gente se juntaba para cenar en casa, o en algún pequeño local habilitado al efecto. Las autoridades comenzaron a levantar nuevos txokos, y hasta promulgaron una ley de sociedades en las que se podía entrar y salir, hablar y opinar, y hasta decidir el menú.
El viejo Txoko se fue quedando vacío, grande e inmenso en mitad del pueblo. Seguía teniendo la mejor situación y una vajilla y decoración que aunque vieja, o precisamente por ello, era digna de visita y admiración, pero la falta de uso había ido haciendo aparecer goteras, telarañas y el óxido, la humedad y la falta de cuidado amenazaba todo aquello que con tanto esfuerzo había construido el pueblo voluntariamente obligado. Así que las autoridades se pusieron manos a la obra y al bolsillo y con el dinero de todo el pueblo, y de las nuevas sociedades también, dejaron el viejo txoko como los chorros del oro. Cuando acabaron las obras el jefe de la franquicia, que a pesar de contar con menos socios seguía como si nada, en pago de los servicios prestados y junto con las autoridades agradeció a bombo y platillo que le arreglasen el garito, que lógicamente seguía siendo suyo, y se comprometió a dejar a los del pueblo que organizasen en él sus cenas durante unos años, eso sí, siempre que el menú fuese de su agrado. Y todos fueron felices, unos más que otros, y comieron perdices a gusto de la franquicia, al menos durante los siguientes 30 años.
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