De un tiempo a esta parte todos subimos a nuestra cabeza como Moises subió al Monte Sinaí, buscando una luz que reduzca o amplie nuestras cuitas o nuestras ideas al número mágico de diez. Como el usó sus tablas queremos nosotros a la vuelta plasmar en nuestro folio o en nuestro teclado el mágico decálogo de nuestra observación o nuestra sabiduría.
Es cierto que diez es un número redondo. Coincide con el de nuestros dedos si sólo contamos los de las manos, los de ambas y no hemos sufrido previamente accidente o malformación alguna. Es un número que hemos terminado por convertir en redondo, que aplicamos a nuestra métrica, decimal, y que es por tanto la medida de nuestro mundo en todas sus dimensiones, desde las notas escolares hasta las chicas 10.
Cosa distinta, al menos a mi juicio, es que su aplicación en forma de decálogos resulte siempre adecuada. A menudo me da a mi que resulta más bien perniciosa.
Con los decálogos ocurre en cierto modo como con los periódicos con número fijo de páginas, con los programas de duración preestablecida y en general con todo aquello que intenta mantener constante la extensión con independencia del contenido. Es una cuestión de densidad u adecuación entre el volumen del contenido y el tamaño del continente. En ciencias de la información recuerdo yo que se llamaba a eso procesos de banalización y mitificación informativa.
Sólo se me ocurre una buena razón para la práctica de los decálogos, pero no es publicarlos, es tomarlos tan sólo como un ejercicio de estilo, una especie de gimnasia mental que obliga a buscar, indagar y profundizar en el análisis cuando no aparecen diez buenas razones, motivos o ideas que plasmar o a sintetizar, buscar elementos comunes y agrupar con criterio inteligente cuando aparecen muchas más de diez. Es también en cierto modo como la conveniencia de que el poeta de cuando en vez se ciña a la métrica estricta antes de volar al verso libre, de que el pintor practique el dibujo y la perspectiva como forma de fortalecer su dominio sobre el medio, de que el realizador planifique sin saltos de eje ni otras aventuras visuales, o de que, en definitiva, el pensador piense con método y sistema antes de darse a las elucubraciones.
Pero a menudo, lo que nos encontramos es con un esfuerzo más formal que mental para conseguir colocar los diez numeritos al inicio de los respectivos párrafos. Y el caso es que pienso yo que sería más interesante, hablando de cualquier cosa, pensar más en lo que hay que decir que concentrarse en el número de cosas que hay que decir.
Eso sí, de los mandamientos de Moises también podemos extraer algo positivo, y viene más por el final que por el principio, por la frase aquella que decía que todos estos mandamientos, y ahí da lo mismo ocho que ochenta, se resumen en dos, y hasta si se me apura, se pueden decir juntos. Eso si que invita a pensar. Lo demás a menudo no són más que explicaciones, y como dicen las gentes que practican la sabiduría popular… explicaciones las justas, si son diez como si son seis, añado yo.
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