Publicado en Diario de Noticias de ílava el 27 de septiembre de 2011
Con permiso del gran Berlanga, no he encontrado frase que mejor resuma la semana pasada. Y es que no se hablaba tanto de cárceles por estas tierras desde que cayó la vetusta cárcel de la calle de La Paz. Paradoja vitoriana, por cierto, eso de llamar calle de La Paz a un recorrido que empezaba desamparado, se acuartelaba, pasaba por la cárcel y terminaba en el hospital. Pero volviendo al presente, ha sido curioso ver como hemos ido de visita, real o virtual, a la nueva cárcel y como andamos a ver si nos escapamos de lo que unos llaman cárcel y otros Centro de Inserción Social. Puestos a fugarnos incluso ahora resulta que todos queremos huir del dudoso honor de ser nombre de penal.
A mi hay varias cosas de todo esto que me han llamado la atención.
La primera es la general indignación que ha producido el comprobar que una cárcel construida en el siglo XXI tenga gimnasio, piscina y creo que hasta biblioteca. ¡Parece un hotel! Exclama el uno. Eso es vida y no la mía. Dice otro. ¿Qué queríamos pues? ¿Que la decoración la hubiesen hecho los de águila roja? ¿Nos hubiese parecido mejor que tuviese telarañas, ratas corriendo por los pasillos, goteras y grilletes en las paredes? Parece que pensamos que una cárcel tiene que ser un parque temático de la inquisición o algo así.
La segunda es que nadie cae en la condena que es estar en tan lejano promontorio, sin autobús ni tranvía ligero, para que nadie pueda ir a visitarte. Un sitio donde dejarte en libertad, como no tengas ahorrado para el taxi, es una auténtica condena, y en invierno incluso una tortura.
La tercera es que en esta fiebre que nos ha entrado por ser expertos en “reclusos humanos”, a los encerrados los encerramos lejos y nos pegamos porque sea otro el que los bautice, y a los semiencerrados, esos que trabajan, tienen familia, reúnen todos los requisitos exigibles y están en proceso de volver a ser más humanos que reclusos, a esos también les queremos llevar a la punta de un monte. Luego iremos un fin de semana, se nos irá la mano con las copitas en la sidrería y el pie con el acelerador de vuelta a casa y zas”¦ daremos con nuestros huesos en una lóbrega mazmorra como paso previo a tener que ir a dormir a la punta del Gorbea. Entonces nos quejaremos amargamente de nuestra suerte y recordaremos los días aquellos en que criticábamos las cárceles lujosas y tratábamos a los presos de tercer grado como apestados.
Igual deberíamos ir todos a la cárcel un par de días para poder hablar con más criterio.
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