Se va acercando el final de la campaña y ya va siendo hora de pensar un poco en todo ello. Puede que no se trate tanto de sacar conclusiones como de establecer ingredientes con que cocinar el cocktail de reflexiones que combinar en el día habilitado para ello.
Hoy leía uno más de los estimulantes artículos de Antoni Gutierrez Rubí en El País. La cabecera de su sección ya de por sí invita a seguirla, “Las formas son fondo“, pero el artículo de hoy, “Tecnología para decidir el voto“, me da pie para ir fijando uno de los ingredientes que posiblemente decida finalmente mi voto. Como dijo en su día Romanones aquello de haga usted la ley que ya haré yo los reglamentos, pienso cada día con más fuerza que muchos de los aparatos y fontaneros de los partidos que ahora se nos presentan dicen esto de haga usted el programa que yo pondré a los candidatos.
Habla Antoni de diversas herramientas tecnológicas que pueden ayudarnos a tomar nuestra decisión de voto desde una perspectiva, digamos, racional. Herramientas por las que podemos saber con que partido u opción simpatizamos más. Otras por las que podemos establecer comparativas entre programas sin necesidad de volvernos locos por nuestra cuenta removiendo papeles, pdfs o webs. Incluso hay herramientas que ponderan la posible utilidad en términos de corregir la inercia de las encuestas y los análisis en función de la circunscripción en la que votamos.
Son buenas herramientas. Pero me da a mi que falta la que quizás es la más relevante. El resto de ellas tengo la impresión de que sirven poco más que como amortiguadores de la disonancia o estimulantes del autoconvencimiento sobre nuestra propia y previa decisión. Algo así como un medidor de empatía personal con el candidato o grupo de candidatos.
El voto es en gran parte una decisión emocional. Más aún en un contexto en el que somos conscientes de que nosotros les votamos y ellos se olvidan de nosotros hasta los próximos comicios. La laxitud con la que la clase dirigente toma el caracter contractual del programa que nos presentan hacen que realmente este no tenga mucho valor a la hora de tomar la decisión. Incluso a veces, aún estando de acuerdo en el programa, desconfiamos o no simpatizamos con quienes debieran aplicarlo.
Visto así, la empatía con la persona o grupos de persona que avalan un proyecto son, a menudo, mucho más importantes que el programa mismo. Y eso tiene mucho que ver con una cuestión que el propio Rubí abordaba en su Filopolítica, la cuestión de la credibilidad basada en la ejemplaridad y que entiendo que es lo que sustenta la empatía cuando se presenta no como una pose extrema e imposible de cumplir sino como una actitud vital sujeta a contradicciones y debilidades como todos sabemos que la vida es.
En este sentido, y como votante a veces me hago preguntas que me ayudan a tomar mi decisión que me sorprenden a mi mismo por su falta de “consistencia política”. Al menos aparentemente. Preguntas como… ¿de qué me sirve votar a quien me habla de unidad y participación si en su quehacer dentro de su organización practica lo contrario? ¿Puedo confiar en quien se por los indicios que me aporta la experiencia que pactará con mi contrario y dejará en el camino cuestiones troncales de mi interés que debiera ser el suyo tal como me dice? ¿Merece mi confianza quien me propone un modelo moral, político, social o cultural distinto al que practica en su vida personal?
Preguntas como estas todos nos las hacemos, y a menudo es precisamente en base a ellas como decidimos. En el fondo es una decisión política, la única posible en un sistema en el que la forma más segura de asegurar una cierta traslación de uno mismo hacia los centros de poder es asegurarse de que el electo se le parezca a uno. Con el programa y todo lo demás lo más posible es que acabará haciendo lo que quiera…
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