El año que viene se nos acerca tanto que ya casi sentimos su aliento en nuestra nuca. Nosotros seguimos mirando para adelante aunque delante se vea todo negro. Si acaso nos dicen que nos fijemos como al fondo, a lo lejos, se ve una luz. Tal como andamos no me extrañaría que esa luz fuese en efecto creciendo, pero lo hiciese como cuentan que crece la luz al final del tunel que ven los que andan camino de la muerte. Eso sí, de aquí a unos días veremos, como todos los años de un tiempo a esta parte, como la noche rompe su discrección a golpe de carcasa, de bengala y hasta de simple cohete. Es la moda que invade nuestra nochevieja. La misma moda en sentido estricto que invadió de cava la Virgen Blanca. Una cuestión compleja de juzgar esta de la espuma y de los cohetes, que por otra parte no dejan de ser como chorros de espuma luminosa en medio de la noche.
En cierto modo este juego de tradiciones es en si misma como una noche vieja, una noche en la que celebramos haber superado un año y deseamos mejorarlo en el que empieza. Un rito de tránsito donde están presentes la vida y la muerte y donde el mérito, igual que en los cumpleaños, es estar nosotros, aunque sea un rato, por encima de esa vida y de esa muerte. Y es que a veces no podemos reprimir cierta pena o cierta nostalgia de las tradiciones que vivimos y vemos morir. Pero posiblemente debiéramos sentirnos felices por poder asistir al nacimiento de lo que dentro de unos años serán tradiciones cuyo origen nadie más que los viejos, o sea nosotros si llegamos, recuerda.
Es curioso además que la única amenaza para esta neonata tradición de los petardos, casi como para aquella del cava, es a su vez fruto de una novedad que se está convirtiendo en tradición. No se como llamarla para no ofender a nadie, aunque en cierto modo, y tal como marca la nueva tradición, tampoco pasa mucho si el ofendido es humano. Otra cosa sería si el ofendido fuese perro, gato, vaca o cordero. Entonces si habría que medir las palabras. La tradición novedosa consiste más que nada en cuestionar muchos de nuestros eventos sociales en base a criterios higiénicos y de prevención de riesgos y más aún en hacerlo a menudo más centrados en los de nuestras mascotas que en nosotros mismos.
Tras años cuestionando la imprudencia temeraria que acompaña a este alarde espontáneo y pirotécnico de la noche vieja, ahora resulta que no importa que alguno pueda empezar el año sin dedos para contar los días. Tampoco pasa nada por los niños, tiernas criaturas que disfrutan este día de sus noches primeras y que no entienden demasiado que hace tanta gente despierta a esas horas y mucho menos por qué están todos tan simpáticos. A fin de cuentas la coca cola y el kas tienen burbujitas igual que el champan pero lo único que hacen es llenar el estómago. Ahora lo que importa es que las pobres mascotas se estressan. Claro, como no se les puede dar vino porque eso sería maltrato, los pobres animales no entienden de euforia y lo único que tienen es sueño, y como ya no se lleva a los perros de caza a cazar porque eso también es malo, pues los pobres animales han olvidado el ruido de los disparos y se asustan.
No se si la recomendación del síndico de Vitoria de limitar el estipendio polvorino a no más de quince minutos tiene por objeto aliviar a las mascotas, tal como han solicitado los animalistas, desconsolar a los niños o intentar que el retén de guardia de los bomberos pueda volver a su partida de cartas para las doce y media. Pero no se por qué me da que si dificil es poner puertas al campo más lo es ponérselas al cielo por mucho que lo intente San Pedro. Por el humo se ve donde está el fuego, pero para cuando explota en el cielo el que ha prendido la mecha está ya en otro terreno.
En fin, que hay que ver lo dificil que es pedir cordura en una noche concebida para volvernos locos.
si yo soy el primero que asisto con asombro y preocupación al cariz que va tomando el despliegue pirotécnico, lo que me ha sugerido el comentario es pararse a pensar que después de estar años gran parte de la ciudadanía jodida por los excesos polvorientos de otra parte de la ciudadanía que pueda dar la sensación de que al final vayamos a poner coto a tanto desmán no por nosotros mismo sino por el estress de nuestras mascotas…
Como carezco de estudios de psicología canina, me abstendré de realizar valoraciones sobre la exposición de mi perro a la impresionante andanada con la que nuestro amable vecino nos ofrece cada fin de año y los posibles traumas que puede causar en su psique. Lo que si puedo constatar cada nochevieja es que el pobre perro pasa las primeras horas de cada año ladrando y corriendo por la casa como si llegase el fin del mundo pronosticado por los desaparecidos mayas en su famoso calendario.
Me parece genial que la ciudadanía exprese su alegría por este tipo de cosas (ferias, fiestas y triunfos deportivos de diversa índole), pero todo tiene un límite. Y ahora no me refiero al pobre can, sino a sus atribulados dueños, que tienen que soportar unas descargas de cohetería que dejarían pálidos de envidia a los chicos de Hezbolá.
Este peculiar personaje se gasta cada año miles de euros en cohetes, petardos, bombas y demás parafernalia sonora y luminosa. Desconozco si es valenciano o simplemente un socio honorífico de la Asociación del Rifle, pero viendo el despliegue luminoso con el que este año ha decorado su terraza, me temo lo peor.
En fin, que nos espera otra gloriosa velada, con las uvas aún en la garganta y Bisbal u otro artista de postín en la TV, con el perro ladrando y corriendo por toda la casa y con las descargas de mi vecino el dinamitero y algún que otro txupinero ambientando la llegada del nuevo año. Pues eso, que feliz 2012.