La Diputación Foral de ílava ha decidido dar por concluida la feliz etapa del gratis total para franquear el acceso a su red de museos. Lo razona indicando que nadie valora lo que es gratis. Lo razona reconociendo que el ingreso de las entradas servirá apenas para nada, lo mismo ni para pagar el seguro de las recaudacinoes o el coste de impresión de las entradas me digo yo. Lo desarrolla planteando un esquema de precios y descuentos con el que, una vez más, el honesto ciudadano que no es joven ni viejo, niño ni grupo, amigo ni enemigo de los museos y no sé cuantas circuntancias más, o sea alguien como yo mismo, sea básicamente el único que pague el precio en su totalidad.
Pues bien, no me valen las razones ni me sirven los argumentos. Como tampoco me valen los que esgrime el gobierno municipal del mismo color que aduce cuestiones semejantes para dejar en barbecho la agricultura cultural de Vitoria – Gasteiz. Son parecidos y aportan, como alternativa, la imaginación y el soporte económico alternativo. El creador debe según estos, dedicar su ingenio no tanto a su obra como a la manera de financiarla. En lógica correspondencia, bien podría exigirse al encargado realmente de gestionar y repartir los fondos, que vista la dejación de sus funciones, al menos se dedicase a realizar performances, pintar murales, escribir versos o tocar instrumentos músicales. Vamos que ya que se habla tanto últimamente de relatos se preocupen de alguna modalidad más de la narrativa, no solo de la suya.
Pero volviendo al tema de las entradas entiendo que lejos de la anécdota es importante reflexionar entre todos y para todos sobre cuestiones que no afectan tanto a la cultura en si misma como al propio concepto y modelo de sociedad en la que queremos vivir.
Podemos en efecto hablar de la cultura en términos de precio, coste y beneficio, pero para hacerlo primero hemos de ser capaces de asumir que, en tanto que animales capaces de hacer algo más en la vida que consumir y producir, esos términos no tienen por qué medirse siempre en unidades dinerarias. Hasta incluso los conceptos de producir y consumir deberían ser entre nosotros algo más amplios que los que se refieren a bienes y servicios estríctamente materiales.
La evolución humana se basa precisamente en la capacidad de los grupos sociales para atender y mantener a los indivíduos no directamente productivos; para organizarse de tal forma que parte de sus individuos puedan dedicarse a tareas no relacionadas con la atención de las necesidades primarias. Al filósofo en la antiguedad no se le exigía trabajar en el campo, cumplía con creces su misón en el colectivo, igual que lo hacía el trovador o el contador de historias, igual que lo hacía al artista dedicado a embellecer la ciudad y hasta el cómico dedicado a alegrar y entretener los asuetos ciudadanos.
El precio de la cultura nunca es excesivo salvo para el que quiere devolvernos a la condición de seres primarios. El coste de la cultura no es otro que el valor que algunos dan a la ignorancia como herramienta de dominio. El beneficio es evidente que resulta perjuicio para quien vive más a gusto con un mundo embrutecido, carente de capacidad de crítica y análisis y centrado en mantener su fuente de recursos consumibles en ocios acríticos y en ocasiones poco enriquecedores.
La riqueza de una sociedad, si de humanos hablamos, no se mide por el volumen de grano que almacenan sus silos, ni las monedas que atesoran sus bancos. Las grandes sociedades clásicas que todos admiramos se sustentan más en el ocio que en el negocio, se miden por sus intangibles, y se recuerdan por sus monumentos. Edificios que, a menudo, están más al servicio de los hombres que de los dioses, y hasta nos hablan de un modo de vida en que los hombres aspiran a vivir como los dioses y no a ser sus esclavos.
Pretender que la única forma de valorar nuestros museos es cobrando por entrar en ellos es como empezar la casa por el tejado. Desde su propia lógica debieran saber que nadie paga por lo que ni aprecia ni valora, y en congruencia con su modus educandi, la cultura no es para nada un valor en alza en este mundo de valores añadidos y cifras de negocio. Es como pensar que la única forma de volver a conseguir el aprecio social hacia la clase política dirigente fuese que el acceso al cargo no supusiese ingreso sino gasto, pero claro, entonces se me diría que así nunca los pobres podrían llegar a dirigentes, y yo contestaría, pues eso mismo es lo que ocurre ahora. Eso sí, en adelante, pasará lo mismo con la cultura, que pondrá a la puerta de sus templos el temido cartel de “pobres, mendigos y transeuntes abstenerse”.
Leave a Comment