Leía ayer una interesante historia. Demasiado real según es y más frecuente de lo que parece según parece. (“Como mensajes en una botella” vía @AliciaPomares ). La historia en sí no me parece sorprendente, sino por desgracia habitual. Quizás más habitual en empleos de menor caché, pero como digo, demasiado habitual. Podemos cambiar el género y la excusa, pero el esquema es casi siempre el mismo. Uno da su vida por la empersa en la que trabaja, a la que llega incluso a llamar su empresa. A ella entrega sus sueños, por ella sufre sus insomnios, sus trasnoches y sus madrugones. Uno se siente implicado y a menudo además mejor implicado que pagado. Pero un día ocurre algo y busca uno esa reprocidad en el trato y lo que obtiene es simple y llanamente el maltrato. Como el más taimado de los tiranos, la empresa que ya no es suya le hace avanzar como a Peter Pan atado por la tabla rumbo al ahogo o a los tiburones. La empresa no te tira directamente si no le resulta cómodo, puede que con la nueva reforma laboral lo haga, sino que te pone en situación de que seas tú solo quien salte hacia la muerte segura cuando ya no seas capaz de mantenerte de pie en la tabla a golpe de pinchazos y amenazas.
De la historia que cito me ha gustado la parte final. Aquella en la que la que escribe, reputada profesional del sector ese que Urdaci leería como Erre Erre Hache Hache, reflexiona sobre el destino que tienen y el efecto que producen los mensajes que ella y muchos como ella lanzan a las organizaciones buscando la felicidad como motor del progreso y la riqueza.
Yo he pensado a menudo sobre ello. Incluso a veces he discutido con superiores, consultores y hasta con compañeros sobre mi visión del asunto. Ayer prometí intentar explicarme y hoy ando intentando conseguirlo.
Cuando hablamos de motivación, de gratificación, de gestión del conocimiento, de la felicidad y la autorealización, de las emociones, del grupo, de todo aquello que en principio podría contribuir a hacer que trabajar no sea un castigo divino sino una bendición terrenal parece que tenemos que comportarnos como nobles a la antigua usanza castellana y hablar de todo menos de dinero. El vil metal como nos han enseñado a llamarlo los que nunca carecen de él. Y no diré yo que el dinero lo es todo en la vida, pero tengo claras dos cosas: una, que su ausencia puede convertir la vida en un tormento; dos, que el dinero es simplemente un símbolo, pero un símbolo que esconde algo mucho más serio.
Todos los cambios orientados a sacar lo mejor de nosotros mismos incrementando y reconociendo nuestra creatividad, impulsando nuestro compromiso y nuestra entrega nunca terminarán de funcionar plenamente hasta que no ataquemos a la raiz de los inconvenientes del sistema. La empresa es por principio un organismo conflictivo. De un lado los propietarios buscan evidentemente el beneficio. De otro los trabajadores buscan, como si a su vez fuesen empresas, el mayor beneficio posible a la venta de parte de si mismos, de su tiempo, de su esfuerzo y de su intelecto.
En tanto que la empresa siga siendo una unidad de negocio o un centro de producción el conflicto estará siempre presente. Es más, la deshumanización de la propiedad industrial desencarnada de la figura del patrón, a fin de cuentas un elemento humano, y reencarnada en los grupos de inversión o en los inversionistas representados en los consejos de administración contribuye aún más a la deshumanización de las plantillas, sus vidas, sus inquietudes y sus problemas. En este contexto, los estudios de organización, las políticas de motivación, las teorías sobre las ventajas que la aportación y capacidad de innovación del indivíduo tienen en el colectivo no dejan de ser cuestiones cuya evaluación depende unicamente de la cuenta de resultados. Es dificil así conseguir que los trabajadores se identifiquen y coparticipen, porque su participación tiene una frontera infranqueable que no es otra que la realidad de la empresa como generadora de dividendos frente a su concepción como punto de encuentro de esfuerzos y talentos con una ligazón expresa en lo esencial: los éxitos y los fracasos, las pérdidas y los beneficios.
Cierto es que muchos trabajadores rechazan implicarse y prefieren cobrar algo seguro en vez de convertirse en dueños de si mismos y avanzar hacia el rango de ser copropietarios de su destino. Pero el desengaño social es grande, y es natural el escepticismo frente a medidas que en el fondo sólo suponen un mejor, más cómodo y más eficiente sistema de exprimir a la fuerza de trabajo incrementando su productividad sin reconocer proporcionalmente su capacidad de participar en los beneficios y obtener una mejora acorde a su implicación, dedicación y esfuerzo en sus condiciones de vida, más allá de las paredes de su empleo.
Como expertos, ya sea en comunicación política o comercial, o en gestionar la eficiencia de las organizaciones tenemos una disyuntiva ética. Podemos realmente intentar usar lo que sabemos para cambiar el mundo o podemos simplemente buscar nuestro rincón en el mercado y vender nuestro saber a cambio de nuestro salario. Entre medias podemos intentar mejorar algo, incluso empezar por la propia casa o la propia empresa, pero tendremos que mentalizarnos de que sólo ponemos mercromina y tiritas, y que además las pagamos con lo que cobramos por ayudar a cerrar las heridas de los soldados en vez de intentar sacarlos de las batallas y terminar las guerras.
Amigo que bien escribes, te has explicado clarito clarito. Me encanta todo el post y especialmente la reflexión final, tenemos dos opciones, podemos dedicar nuestras energías a intentar cambiar el mundo o las podemos invertir en conseguir negocio, salario…o incluso llegar a la comunión de ambas cosas (esto ya es la bomba). ¿Quien es el valiente que opta por la primera?
Gracias por la mención.
Un saludo
Alicia