Está el patio revuelto a cuenta de cierto manifiesto, comunicado o comentario mediante el que cierto número de personas académicas de la lengua han cargado contra ciertas recomendaciones acerca del denominado “lenguaje no sexista”. Vaya por delante que mantengo a este respecto una posición difusa, y que, de la misma forma que abomino del inmovilismo en lo que al lenguaje se refiere, abomino también de ciertas posiciones en lo que a la presunta corrección del lenguaje respecta. Vaya por delante que gusto usar de la ironía. El que no esté dispuesto a leerlo así, mejor que no siga. Lo digo para que no se enfade ni confunda, no por otra cosa.
Entiendo que el lenguaje es algo complicado, por lo que veo hasta cierto punto razonable que, desde los encargados de velar por su fijeza, limpieza y esplendor se reclame la aplicación de aquello del “zapatero a tus zapatos”. No es raro que pretendan recuperar su liderazgo, más incluso si, atendiendo exclusivamente a cuestiones de idioma y de lenguaje, los cambios que se plantean no son circunstanciales ni accesorios, sino de gran ejundia y complicado encaje si quieren realmente ser efectivos. Porque puestos a ponerse no se trata tanto de imponer muletillas, perífrasis y circunloquios, sino de atacar a la esencia del lenguaje y recuperar en toda su extensión el género neutro como aplicable a todo lo relativo a las personas en cuestiones que las incluye como tales con independencia de su género. Digo personas y lo mismo hay quien me indica que deben incluirse también a los seres vivos en conjunto, otros animales incluidos que también tienen sus derechos de género, pero eso lo dejamos para otro día.
A menudo pienso a este respecto, y de ahí el título, que esta es una de esas cuestiones en las que nos quedamos mirando el dedo y discutiendo acaloradamente sobre él mientras la luna ignorada en todo su esplendor sonríe en medio de la noche. Y digo esto porque no termino de tener claro si en la cuestión de la que hablamos fue o debe ser antes el huevo o la gallina. No acabo de ver cual es la causa y cual el efecto, si es la realidad la que cambia el lenguaje o el lenguaje el que cambia la realidad.
Me da la impersión en todo caso de que más a menudo es la realidad la que cambia el lenguaje que las ocasiones en las que éste consigue cambiar la realidad. A menudo, cuando se comienza por cambiar el lenguaje no se pasa más allá de duplicar la realidad dividiendola en dos mundos paralelos, la realidad realizada y la realidad mencionada. De poco sirve hablar con igualdad en una sociedad en la que a menudo los comportamientos reales no ya es que no avancen en ese mismo camino, sino que a menudo se tiene la impresión de que retroceden. De poco sirve incluir en la nómina de funcionarios a los depuradores del lenguaje oficial para certificar su corrección de género si televisores, revistas, anuncios y hasta redes sociales reproducen una realidad ajena a este mundo de personas loquesea, arrobas y otros artificios.
Yo sigo creyendo como siempre he creido en el valor de la diferencia individual y en el respeto a la igualdad de derechos, obligaciones y oportunidades. Yo sigo defendiendo el ideal de la adecuación de la persona al puesto en función del desempeño de su misión y con independencia del género, el color y hasta el idioma. Creo en eso más que en cuotas y en adecuación de baremos, niveles o perfiles.
Sigo entendiendo el lenguaje como un medio de comunicación en el que lo que prima es la capacidad de emitir en sintonía, esto es, intentar que el recepetor reciba y comprenda lo que el emisor quiere emitir y decir, eso sí, como suele decirse… sin aburrir. Por eso creo en la economía del lenguaje en su paradójia capacidad de ser preciso y a la vez polisémico, de contextualizar en función de quién, cuándo, dónde, cómo y para quién emite. Por eso no termino de ver clara esta necesidad de construir un lenguaje desde una perspectiva unisemicomultidimensional, que pretende abordar todas las dimensiones posibles del lenguaje con un mismo significado, sin dejar cabos sueltos a fuerza de alargar las frase y precisar sus términos.
Yo sigo creyendo que la igualdad empieza por asumirla y creérsela. Y no me siento más machista por usar como plural genérico la forma másculina de un término. Ni creo que quien me escribe una carta llena de arrobas sea necesariamente feminista o cuando menos menos machista que yo. Yo prefiero tratar a la gente con la que me relaciono como gente, y respetar, que no tolerar, su personalidad y su forma de ser como individuo, y valorar su capacidad y su adecuación al desempeño de lo que hace. Yo abomino esa cierta hipocresía que nos hace centrarnos en lo evidente, en lo formal, en lo aparente, mientras por debajo sigue no ya latente, sino manifiestamente presente el virus del estereotipo siguiendo triunfante su camino hacia el prejuicio y de ahí al desprecio de género, de raza y hasta de clase, en definitiva la opresión genérica y el resentimiento mútuo que tiene que ver con los estigmas de cuna.
Mientras vivimos y educamos a los nuestros en esta nueva realidad y la hacemos vieja, no estaría de más que, como decía al principio, reinventemos el lenguaje y vayamos contribuyendo a este nuevo escenario con un común acuerdo sobre la inclusividad, real y de lenguaje, para podernos llamar lo que sea como grupo en plural inclusivo sin que nadie pueda ofenderse. Pero insisto… la ofensa no está en el nombre que demos al pecado, sino en el pecado en si mismo.
es bueno de vez en cuando reclamarse como lo que uno quiere ser aunque la realidad nos lo ponga dificil o entonces igual más 🙂 gracias
Muy bueno Javier, me ha encantado. “Yo sigo creyendo como siempre he creido en el valor de la diferencia individual y en el respeto a la igualdad de derechos, obligaciones y oportunidades.” Chapeau. Aunque la verdad, somos unos utópicos ya que esas igualdades no existen, y cada día que pasa,menos aún.