Un viejo amigo y cocinero me hablaba hace años de cómo algunos platos se cruzaban en el camino de ida y vuelta dentro de la escala del aprecio social. El pollo había pasado de las mesas dominicales de los ricos a la dieta diaria de los pobres mientras el cogote de merluza había abandonado los fogones humildes de los pescadores para reposar sobre el mantel de los grandes restaurantes. Con algunos de los iconos de la democracia pasa algo parecido. Lo que fue en su día garantía para los oprimidos se termina convirtiendo en instrumento de los dominantes, y por eso a veces es necesario luchar contra lo que conquistamos.
Un ejemplo clásico es el servicio militar obligatorio. Producto de una lucha justa por la igualdad de deberes, por evitar que los privilegiados se escaqueasen haciendo recaer en los de siempre el peso del servicio, fueron las mismas fuerzas populares las que obligaron a desmontarlo por considerarlo inutil e innecesario.
Cuando se alumbró la democracia parlamentaria se hizo en la noche de la opresión feudal o post feudal. En el reino de los caciques, los curas y los señores había que defender al pueblo y a sus representantes. De ahí herramientas como el voto secreto, la retribución de los cargos públicos y hasta la inmunidad parlamentaria.
El voto secreto permitía a los votantes sonreir al párroco y al cacique mientras votaban a los rojos. La retribución y reserva del puesto de trabajo anterior permitía romper el monopolio del ejercicio de la representación por las clases liberadas y rentistas, y hacía posible que un obrero abandonase su puesto de trabajo para dedicarse a ejercer con dedicación plena las labores de representación que sus conciudadanos le habían encomendado. La inmunidad parlamentaria hacía que los parlamentarios no pudiesen ser encausados por su actividad política, y que su tarea de oposición democrática no estuviese sujeta al habitual control por parte de los de siempre de los aparatos del estado, incluida la justicia.
Pero el caso es que a veces esos pollos que conseguimos traer a nuestras mesas se han vuelto pechugas insípidas mientras los cogotes que nos comíamos se pasean ahora en sus bandejas.
El voto secreto sirve para poder votar a los de siempre sin que te de vergüenza. Y sirve también para que, haciendo imposible el vínculo legal individual entre votante y votado, algo así como un contrato electoral ratificado con el voto, el votado se siente libre para saltarse sus compromisos y obrar exclusivamente en función de sus intereses propios. Tal como va el sistema, mejor sería el voto público, abierto y vinculante. Personalizaría la relación del elector con sus electores y daría a estos herramienta legal para exigir a los electos responsabilidades.
La retribución de los cargos públicos se mueve en la paradoja de ser escasa para competir con los ingresos privados que los más cualificados pueden obtener en su actividad y excesiva para muchos cuya única preparación y mérito es la de saberse mover en las estructuras de su partido. Pocos son los que vuelven al puesto que dejaron, unos porque nunca lo tuvieron, y otros no porque en el intermedio hayan estudiado sino porque han medrado, que es distinto. La retribución por tanto debiera ser suficiente para que nadie se vea obligado a no poder ejercer tareas de representación democrática por cuestiones económicas, pero nunca tal que resulte atractiva por si misma y no por el ejercicio que representa.
La inmunidad necesaria en el ejercicio de la política, de la opinión, la denuncia e incluso la protesta, no puede nunca convertirse en excusa o defensa frente a la impunidad para cometer desmanes, tropelías o simplemente concatenación de errores con nefastas consecuencias para lo público. Los cargos públicos deben responder de la responsabilidad que se les confiere sin más defensa que la de su propia honestidad en el amplio sentido de la palabra, entendiendo por honestidad no sólo la disposición a ejercer de forma honesta, sino incluso la de ser honesto a la hora de reconocer si se está o no capacitado para ejercer.
Estos son solo algunos ejemplos de conquistas que se convierten en vicios, y de logros que se han vuelto en contra nuestra. Hablando de sistemas democráticos, los más peligrosos antisistema son los que viven instalados en él y lo usan en su beneficio. Los que anhelamos a que sea limpio, democrático y social no somos antisistema, nos limitamos a exigir que se cumplan sus esencias con las formas e instrumentos que sean más válidas en cada momento.
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