Publicado en Diario de Noticias de Álava el 13 de noviembre de 2012
Las ejecuciones y los suicidios tienen una cosa en común: las personas. Son personas las que ejecutan desde obras musicales hasta presupuestos, planes, hipotecas y por desgracia personas. Las personas que ejecutan actúan a veces simplemente como tales pero otras se amparan en sociedades más o menos públicas, anónimas, secretas y hasta clandestinas. Es como si pensasen que escondidas bajo las siglas de las personas jurídicas mantuviesen al margen su condición de personas humanas.
El suicidio sería, desde esta perspectiva societaria, una sociedad unipersonal en lo que a ejecuciones se refiere. Claro que eso ocurriría en el caso, harto infrecuente por otra parte, de que el suicida actuase únicamente movido por su propia voluntad y criterio. Pero por desgracia a menudo son cuestiones “exógenas” las que llevan a la gente a aplicar tan drástico remedio. Hay quien se suicida antes de que le ejecuten la condena merecida por el daño que ha hecho a los que fueron sus seres queridos, malqueridos añadiría yo, y hay quien lo hace antes de que lo que le ejecuten sea el “lanzamiento”. Curiosa palabra para describir cómo te sacan de tu casa y te arrojan a la calle de en medio.
Las ejecuciones tienden a ser ordenadas. Tanto porque siempre hay alguien que las ordena como por el propio protocolo y orden con que se llevan a cabo. En los suicidios sin embargo el orden casi nunca es el adecuado. En el caso de los asesinos confesos “pro artículo mortis” mejor nos iría si se suicidasen antes de cometer su crimen y no después, como acostumbran a hacerlo. En el caso de los que se lanzan al abismo ante la perspectiva de un lanzamiento, el suicidio no debería ocurrir nunca antes de intentar al menos lanzar al vacío a quien ordena el lanzamiento, sea física o jurídica persona. Es cuestión de supervivencia o como dicen en derecho: legítima defensa.
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