Publicado en Diario de Noticias de Álava el 29 de enero de 2013
Cuentan los que saben de Historia que un rey navarro, puesto en la tesitura de serlo también de Francia, se encontró con el inconveniente de no ser católico como dios manda. Cuenta la historia que el aspirante no tuvo gran reparo moral en solventar ese inconveniente y que de ahí nace la frase tantas veces dicha de que “París bien vale una misa”.
En esos y otros pensamientos estaba yo mientras nevaba en la ciudad de la luz y el Deán de Notre Dame desarrollaba su sermón en un correctísimo francés que me resultaba tan indescifrable como agradable. ¡Esto es una misa y lo demás fruslerías! me decía. Ese gótico, ese órgano, ese incienso, ese boato, esa escolanía, ese aparato… vamos, que uno podría corregir al mismísimo rey de Francia y decir aquello de “misas como estas bien valen París”.
Uno se da cuenta de que a veces la apariencia es esencia. De que el boato no es adorno sino núcleo. De que los símbolos son más que espectáculo y de que es bueno que cada cual se retrate como lo que es. El rey como rey y el obispo como obispo, y luego cada cual que crea lo que quiera creer, pero sin trucos, sin querer aparentar ser como uno más cuando para eso estamos los demás.
Pensaba yo que ahora que se acaban las obras y se retiran los andamios de nuestra hermosa catedral no estaría de más que el obispado echase una mano al atractivo turístico de la capital y nos brindase semanalmente unas misas de estas de las de no perderse, en latín si es necesario, con su órgano y sus monaguillos. Misas en las que apreciar el rito en toda su integridad y con todo su aparato, de las que hagan a la gente decir aquello de “Vitoria – Gasteiz bien vale una misa”. Y si viene el Rey, que venga con el manto de armiño, la corona y el cetro. Más que nada para que todos lo tengamos claro, porque a veces lo esencial sólo es visible a los ojos si se mantienen las apariencias.
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