Publicado en Diario de Noticias de Álava el 12 de febrero de 2013
Hace muchos años que saqué el carné de conducir. Por aquel entonces los examinandos, antes de aventurarnos al plácido tráfico vitoriano, teníamos que demostrar nuestra habilidad en el campo de maniobras. Allí realizábamos impresionantes evoluciones con nuestro coche de autoescuela. Parábamos en medio de una rampa, aparcábamos entre palitos y pivotes, cambiábamos de sentido, y hasta hacíamos un curioso giro marcha atrás. El campo de maniobras era una enorme explanada poblada de pivotes, señales, pinturas y trazados absurdos donde los aspirantes a conductores de motos, coches o camiones intentábamos orientarnos en aquel circuito más propio del país de las maravillas que de algo tan lógico como el tráfico.
Cambiaron los exámenes y el campo de maniobras quedó como un aparcamiento imposible abandonado junto a un cementerio en crecimiento. A veces me daba pena pensar en el ingeniero aquel, tantos años dedicado a hacer curvas imposibles, giros innecesarios, isletas inútiles, caminitos de sentidos reversibles, stops, cedas, flechas y todo un muestrario de desvaríos señaléticos para acabar condenado al paro y al olvido. Todo un talento desperdiciado, me planteaba, hasta que el otro día me tocó acompañar a mi padre en unos recados vitorianos. Después de dar tumbos por el Portal de Betoño, estar al borde del ataque de nervios por Santa Bárbara calmada, evitar isletas en Portal de Villarreal y tratar de entrar en uno o dos parkings, me alegré por el ingeniero, ¡todo Vitoria era tan kafkiano como el campo de maniobras de mi juventud! Eso sí, al ver la tranquilidad con la que mi padre se tomaba tan delirante conjunto de colores, normas y pivotes, me di cuenta de que en Vitoria no es que el tráfico sea calmado, no, es más bien que el conductor es flemático. La flema vitoriana, en lo que a movilidad motorizada se refiere, es cuestión de supervivencia.
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