Publicado en Diario de Noticias de Álava el 7 de mayo de 2013
Nunca tuve muy claro que soterrar el tren fuese no ya necesario, sino tan siquiera conveniente. El tiempo no es que me haya dado la razón, simplemente se ha llevado el dinero y sin dinero no hay razón ni sinrazón. Se dice a menudo que es fractura y estorbo, pero yo lo veo más como algo vivo, entrañable y propio.
Hasta hace poco más de un año la estación era para mi punto de partida y de regreso. Las vías al juntarse a lo lejos ponían un punto de fuga en el horizonte. Los remaches del viejo puente de la calle Castilla te daban a la vuelta la certeza de estar ya en casa. En esos largos andenes he esperado expresos junto con reclutas forzosos. Trenes que venían desde Francia, cargados de emigrantes propios y extraños. He aprendido a tolerar retrasos de noche, de día, en invierno o en verano. Allí iba a ver junto a mi abuelo al famoso hombre con más ojos que días el año. Ver los trenes partir, mirar como miraban las caras tras sus ventanas, provocaba en mi una mezcla de envidia y esperanza. La envidia del que viaja y la esperanza de mirar algún día el mundo moverse desde el otro lado de la ventana.
Desde hace poco más de un año vivo en San Cristóbal. En ese lado de las vías al que cuando era pequeño se iba de excursión. Visto desde aquí, las vías son más una defensa que una frontera. Al otro lado está el centro y el glamour, pero también los precios altos. Aquí no hay turistas con sus planos y sus cámaras, pero tenemos muchos universitarios. La columna almendrada la vemos de lejos, pero tenemos Olarizu más cerca.
Ahora cuando paso bajo el tren por el paso del duende siento que traspaso un umbral que me hace sentirme turista en mi ciudad y habitante de mi barrio según vaya para uno u otro lado. No diré que seamos extraños los unos y los otros, pero si que es bien cierto que todo cambia según el lado del cristal del que se mire.
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