Dicen que enero y septiembre son meses de principios, como si el resto del calendario fuesen meses desalmados y rufianes. Lo dicen o se dice que lo son porque en enero empieza el año y en septiembre el curso. Por una cosa u otra ambos son meses en los que la gente acostumbra a principiar cosas, porque nada hay mejor que en los inicios revisar los principios, concretarlos en propósitos y disponerse con ellos a arrancar un nuevo ciclo.
A veces es uno mismo quien se promete a si mismo cambios, tanto sean reformas como revoluciones, pero el tiempo suele encargarse de demostrarnos lo conservadores que habituamos a ser con nuestros hábitos. Y es que la vida es a veces una perfecta analogía del sistema en que vivimos, que es capaz de cambiarlo todo para que nada cambie y todo siga siendo, en el mejor de los casos, lo mismo. En los peores el cambio en efecto se produce, pero suele ser a peor, y ocasionalmente, más que nada para mantener creible la utopía, hay quien logra lo que se propone y mejora con el cambio que logra introducir en sus rutinas.
Otras veces no es uno quien se propone los cambios en la vida, sino la vida misma la que le propone los cambios y le impone los propósitos. Entonces hay que plantearse si son buenos o malos. Si son buenos hay que rendirse a ellos y asumirlos como propios y si no lo son tanto hay que pensar que pueden serlo. De nada vale oponerse a lo inevitable si lo es en efecto.
A mi me ocurre algo de eso estos días. No vuelvo al trabajo porque no lo tengo. Me mantengo en el empeño de mantener ocupada mi realidad desocupada, en ser un parado inquieto, y en alimentar la paradoja de emplear el tiempo que me deja el desempleo en convertirlo en tiempo útil. Por eso me alegra cuando la vida se suma a mi empeño. Por eso me alegran los días en que tengo que dar forma a los nuevos principios que me regala la vida y coger fuerzas para iniciar tratamientos, cursos arbolarios, líos de papeles, aventuras editoriales, retos, colaboraciones y hasta peripecias vitales.
¡¡A por ellas!!
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