A la memoria de Daniel Beltrán de Heredia Maza, “Dani”, y de María Dolores Area Sacristán, “Lola”, muertos en accidente de tráfico una semana como esta hace 27 años.
Abrir cajas, sacar carpetas y pilas de papeles, examinarlos recordando lo que fueron y pensando en lo que son. Uno empieza a hacerlo pensando que va a ordenar cosas y al final nunca termina. Es como si te convirtieses en arqueólogo de ti mismo; en historiador de la propia historia; en espectador de un culebrón que protagonizas; en lector de tu propia autobiografía.
Hay papeles que provocan sonrisas, y otros que son como llaves que abren habitaciones del recuerdo y baúles de la memoria. Hay coincidencias chocantes. Como la que me pasó ayer ya casi por la noche cuando encontré un viejo recorte de periódico.
Ocurrió un jueves día 11 a las 10:25 de la noche. Lo supimos un viernes 12. Lo enterramos un sábado 13. Todo fue en septiembre, como ahora lo es; todo pasó el año 86 del siglo pasado. Ayer hizo 27 años de aquello. Toda una vida de que pasó aquello. Dos vidas todas que dejaron de serlo y otra que cambió desde entonces. Habían ido a Miranda. Eran fiestas. Volvían para casa pero dos no lo lograron.
Dani era un cielo. Un hombre mayor para lo que el resto lo éramos entonces. Un hombre curioso, con una mezcla de reserva amable y de calidez abierta. Un escéptico de la vida. Yo lo recuerdo con mucho cariño. Eran los instantes primeros en los que reconstruia mi vida tras ciertos despistes, y su compañía era muy gratificante. Comprendía sin preguntar, contaba sin aburrir. Empatizaba. Eramos ya para entonces supervivientes. Estábamos, aún tan pronto, ya de vuelta. Un mes antes habíamos compartido unas vacaciones largas en kilómetros. Salimos de Vitoria después de fiestas una mañana temprano. Subimos al renault 11 negro, 1.7 y partimos rumbo al sur, hasta Mojacar atravesando la llanura manchega en una tórrida mañana de agosto. Nos alojamos entre Garrucha y pueblo Indalo en los bajos de una casa que compartíamos con salamandras, al borde de un mar que la luna hacía reluciente cuando llegabamos por la noche. Y luego fuimos a la Manga del mar menor, y nos alojamos en La Unión, y vimos a los rebeldes. Y luego subimos hasta Lloret, y luego hasta Andorra, y luego hasta Vitoria. Dani era empleado de la caja. Yo estudiante que curraba los veranos en una barra. En aquellos años mi barra era el Disfraz. Dani compró un indalo que llevaba en el reloj. Nos dijeron que era un amuleto y con él se mató. Dani llevaba en el coche las fotos de las vacaciones para hacerme unas copias que nunca llegué a recibir. En una de ellas yo aparecía junto al coche, en la puerta del conductor. El era rubio y alto, yo de pelo negro y bajo. El camión lo dejó de tal guisa que por momentos dieron por muerto al hombre de la foto que era yo.
Si Dani era un cielo Lola era un astro. Era una niña. Era un ángel de pelo negro y largo, de piel morena y ojos intensos. Era un demonio caprichoso como a su edad corresponde. Tenía entonces 17 años. Tenían una relación curiosa, de la que casi lo que menos importa es si era más o menos carnal. Una relación en la que confluían la paciencia de Dani con la maldad casi infantil, inocente y vampiresa de ella, Lola lolita.
Aunque murieron juntos los enterraron por separado y por separado les hicieron los funerales. Ella era menor aunque fuese adulta, él nos parecía maduro aunque yo mismo superé su edad hace ya veinte años y yo mismo era, por entonces, un pipiolo de 21 añitos.
Me ha resultado curioso encontrar este recorte y retroceder a aquellos años ahora que otras circunstancias de mi vida hacen que a menudo piense en los años inmediatamente anteriores.
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