Publicado en Diario de Noticias de Álava el 1 de octubre de 2013
El ascensor de la casa donde vivo ha iniciado su camino hacia la gloria de la cota cero pasando por el infierno de las obras para hacerlo. Otros portales no son tan afortunados. Están aún en el purgatorio de las reuniones, los presupuestos, los estudios, los trámites, y, por qué no decirlo, presos a menudo del más retardante de todos los factores: la persona copropietaria y tocapelotas.
La comunidad de propietarios es un microcosmos que a menudo contiene en estado puro todos los elementos de la compleja vida social humana. Está el que tiene iniciativas, el que ni las tiene ni deja tenerlas, el que participa, el que no participa pero critica. Está el que tiene vocación de líder, el que la tiene de gregario y hasta el que la tiene de contestatario. Está el que tiene desvaríos de visionario y propone proyectos descabellados. Está el mentecato que es incapaz de comprender que el mundo no se acaba en su yo inmediato, y que a veces ser solidario no deja de ser una forma más de ser un egoísta con visión de futuro.
Porque volviendo a la cota cero, resulta curioso comprobar como a menudo el que se opone lo hace porque lo considera un gasto caprichoso destinado a cubrir la necesidad particular de un vecino con problemas de movilidad. “No tengo el problema, luego no existe”, parecen decir sin pensar que el problema puede hacerse propio doblándose un tobillo en el gimnasio y hasta descargando las maletas de vuelta de las Seychelles.
Es como la vida. Pensamos que ciertas diferencias físicas son personales, inmutables o intransferibles y no nos damos cuenta de que cualquiera podemos encontrarnos en situaciones parecidas ya sea por un tiempo corto, ya por uno largo, ya por un problema físico ya incluso por uno simplemente logístico.
Eso sí, hay que ver el ruido que hacen los cambios cuando por fin se inician, por lo menos los de la cota cero.
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