Publicado en Diario de Noticias de Álava el 22 de octubre de 2013
Nos íbamos a comer el mundo con patatas y al final nos estamos quedando sin patatas, ni olla donde ponerlas, ni cocina en que guisarlas, ni lavavajillas en que fregar la olla limpia y vacía. Se mire como se mire, se nos ha ido la olla por el mismo camino por el que antes nos dejaron las cazuelas esmaltadas por el de Loyola. Y todo por no saber contar. Crecimos en un mundo en el que por cada emprendedor había dos ingenieros, por cada ingeniero dos delineantes y tres encargados, por cada encargado cinco oficiales y por cada oficial diez peones. Se abrían las puertas de la fábrica y entraban obreros cualificados, encargados, ingenieros y hasta inventores. Se abrían las puertas de los almacenes y salían cosas. Tornillos, alcayatas, sartenes, lavadoras, cocinas y hasta ollas.
Pero de repente nos dimos cuenta de que los ingenieros eran los que más ganaban y los que hacían cosas los que menos. Así que nos concentramos en lo que más valor añadía a nuestras cuentas corrientes y nos olvidamos de hacer cosas. Total, ya habría quien las haría. Y aquellos que no añadían valor sino que nos lo regalaban se pusieron a hacer cosas, y de repente nos dimos cuenta de que no había despacho para tanto sabio ni casco blanco para tanto ingeniero. Y cuando volvimos al taller nos encontramos que habíamos hecho pisos, oficinas, consultorías y cosas de esas que valen mucho. No había talleres. Y en la esquina donde estaba la ferretería que vendía nuestras alcayatas, sartenes y cazuelas de porcelana había un bazar en el que comprábamos todo aquello que nos hacía falta pero que, como no añadía valor, nos lo hacían otros mientras nosotros no teníamos nada mejor que hacer. Hasta las patatas con las que nos íbamos a comer el mundo nos las traían de no se sabe donde.
Se nos fue la olla de tanto valor, y así nos hemos despertado hoy, compuestos y sin olla.
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