Publicado en Diario de Noticias de Álava el 20 de mayo de 2014
Supongamos que fueron primero los bancos, como siempre. El caso es que la tarjetita esa me evitaba como cliente hacer colas para coger la pasta, era más rápido y hasta era gratis. El caso es que los cacharros aquellos tan grandes que nos pusieron en la oficina me quitaban mucho trabajo como empleado y así no tenía que aguantar a clientes pesados y podía concentrarme en los importantes. Al final los clientes pagaban por lo que era gratis y cuando necesitaban atención no había personal para atenderles porque gracias a los cajeros se habían hecho innecesarios y, lógicamente, los habían despedido. Pero yo no era banco, yo era cliente, o yo era empleado.
Luego fueron las gasolineras. Más de lo mismo. Dijimos los clientes que mejor no esperar al gasolinero, y dijeron los gasolineros que mejor no atender a los clientes, y acabamos los unos con las manos llenas de gasoil y los otros en el paro. Pero aún con las manos sucias o los bolsillos vacíos yo no era gasolinera, repostaba o era repostado.
Con las autopistas vino a pasar lo mismo. Y ahora no hay nadie que te ayude a sacar la tarjeta o a imprimir el ticket, ellos en el paro y nosotros haciendo su trabajo. Pero tampoco me preocupé, ni era asfalto ni era peaje amortizado.
¡Pero ay ahora! Ahora que voy yo con mis yogures, la lechuga y las patatas con label no hay nadie para cobrarme. Sólo hay una máquina idiota que no hace más que decirme no sé qué de la bolsa. Ya no están aquellas chicas tan amables que me explicaban contentas como funcionaba esto y tan felices estaban del trabajo que les quitaba. Ya no están en la empresa. No hay nadie ya. No está ni Brecht el atribuido ni Niemöller el autor. Estamos solos ella y yo. Yo frente a la caja vacía y ella en la cola de Lanbide cogiendo el número de un cajero y pensando en lo duro que es ser simplemente María, ni cliente ni empleada.
¿Por qué no quitamos del medio las máquinas y volvemos al trato vecindario?
Decrezcamos