Publicado en Diario de Noticias de Álava el 25 de noviembre de 2014
Qué lejos van quedando aquellos tiempos en los que al pan le llamábamos pan, así sin más, y al vino vino, casi sin apellido porque según la hora ya se sabía si era blanco o tinto. Ibas por la calle y leías “panadería” y ya sabías que allí vendían pan, y hasta sabías lo que era el pan. En las bodeguillas vendían vino y en las charcuterías charcos, y cuando tenías hambre buscabas una fonda, que te sonaba a aquello de parada y fonda, y a veces te encontrabas antes con una casa de comidas. La casa de comidas era, como su propio nombre indica, un sitio donde daban comidas como de casa. La clientela era a menudo habitual. Se sentaba allí más a comer que a vivir experiencias, porque las experiencias se las traía la gente vividas de la calle. A veces se compartía mesa y mantel con alguien, a veces con el periódico. Pero se comía. A diario. Los domingos y fiestas de guardar ya eran más de Restaurante, mantel de tela y servilleta limpia. Camareros de pantalón negro, camisa blanca y sopera en mano. Pero se comía igualmente. Si venía una visita según el lujo o el boato se iba a la casa de comidas a la fonda o al restaurante, y se comía, bien y a un precio razonable.
Luego vinieron los viajes a Donosti. Y las risas que nos echábamos todos con el precio de los pinchos y lo poco que alimenta el diseño. Que si salía más barato ir a Arzak, que si aquello no era comer ni era nada…
Hoy es el día que cada vez estamos todos más flacos. Ya no hay casas de comidas y restaurantes quedan pocos. Eso si, de nombres estamos bien surtidos. Tenemos enotecas, boutiques, gastrobares, taperíos, vinerías y todo lo que seamos capaces de inventar o copiar. Pero de comer, lo que se dice de comer, lo justo. Y encima sin podernos ir a un tres estrellas michelín, que se ve que esos honores no van con nosotros, que somos más de tortilla, capital y semana de lo que sea.
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