Publicado en Diario de Noticias de Álava el 9 de diciembre de 2014
El sábado, en Vitoria – Gasteiz, hubo un apagón de los que encienden las luces de alarma. Se fue la luz. Se quedó el sonido de las alarmas inútiles y el de las sirenas de los bomberos. La tele se quedó muda y los que la veíamos ciegos. Se apagaron los libros. Se encendieron las velas y los exfumadores buscamos linternas para encontrar algún mechero con el que encenderlas. Hasta la recién estrenada iluminación tridimensional se quedó a oscuras, sin voltios ni cúbicos ni cuadrados ni lineales. Sólo el Iradier y su ciberrelleno resistía iluminado a las tinieblas vitorianas. Es lo que tiene navegar en la plaza de las luces, digo de la Ilustración, aunque tener un grupo electrógeno también ayude.
Y digo que el apagón nos encendió todas las alarmas por el tiempo que tardó algún responsable en darnos una explicación tranquilizadora: no teníamos luz porque había habido una avería de la red eléctrica que la compañía que la hizo y que nos cobra por ella ya estaba arreglando. Bien. Apagué las velas y me dormí tranquilo. Hasta entonces no sabía si la falta de luz era por un fallo en el saneamiento o en las líneas de autobuses, y me preocupaba que de su arreglo se estuviesen encargando los fontaneros de AMVISA o los técnicos del Gas. Y todos tan contentos, y todos tan alegres porque como no teníamos luz podíamos emular las euforias del famoso apagón neoyorquino y refocilarnos mientras las croquetas se descongelaban, como bien decía alguno. Y además teníamos guasap, y tuiter, y feisbuq y el ayuntamiento nos decía que tranquilos, que se había ido la luz porque había una avería en la luz.
El día que vaya a pasar algo gordo se ocuparán de que falle todo menos las redes sociales, porque por lo que se ve, esas que iban a ser nuestra liberación son en realidad las redes con las que nos pescan y nos entretienen esos que nos dejan a dos velas.
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