Publicado en Diario de Noticias de Álava el 28 de abril de 2015
El otro día tuve que ir al conservatorio. Bajé de casa y fui a la parada de la línea 8. Subí al bus según llegó y me senté junto a la ventana. El viaje fue plácido hasta que el autobús aparcó junto a las piezas abandonadas de un puente jubilado. Sólo una parada me separaba del conservatorio. Pero el autobús no arrancaba. Pasaron minutos y cuando ya empecé a plantearme si preguntar por el motivo sonó una señal leve, las puertas se cerraron y el autobús arrancó. Llegué por fin al conservatorio.
Cuando terminó lo que me había llevado allí fui de nuevo a la parada. Esperé al bus de la línea 8 para volver a casa. Cuando llegó subí y me senté junto a la ventana. Era de noche. La universidad estaba desierta. Llovía. Ya sólo quedaba una parada y estaría por fin en casa. El bus paró. Todos bajaron. Hasta el conductor se levantó de su asiento. Yo pregunté, ¿se acaba aquí el trayecto? Y el chofer me dijo No. Es una parada cabecera y tengo que salir a la hora, salimos a y cinco. Miré el reloj. Eran menos dos. Siete minutos sentado en medio de la nada o un chapuzón camino de mi casa. Opté por esperar. Pensé mientras esperaba.
¡Cuántas veces la vida es como la línea 8! Se para justo antes de llegar a nuestro destino y nos coloca en la tesitura de ser pacientes o cargar con nuestras prisas. Pero no siempre lo sabemos. Nunca si no nos lo cuentan. A veces esperamos o nos mojamos por decisión propia, en base a los datos que nos dan. Pero otras muchas, la mayoría incluso, esperamos sin saber por qué esperamos ni cuánto tendremos que esperar. Estamos con nuestro tiempo secuestrado, con la incertidumbre de no saber si merece la pena esperar o es más adecuado echarse a la calle y seguir el camino andando.
Sonó una señal tenue. El bus arrancó. Sólo una parada. Cuando bajé del bus serían poco más o menos y siete minutos en la parada de la línea 8.
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