El género humano nos acoge a todos, a todos los humanos. Si buscamos lo natural, eso es lo natural. Ni es natural inventarse diferencias de raza, género, lengua o creencias entre humanos, ni lo es tratar como humanos o incluso con mayor atención que a los humanos a los que no lo son.
Si alguien me pidiera que me definiese diría que soy humanista en lo vital y relativista en lo esencial, y si me pidiese que fuese más concreto en cuestiones políticas o de género diría simplemente que en cuestiones, de filosofía, política, ética e incluso gastronomía mi género es el género humano, y el género humano es la internacional. Puede que lo que acabo de decir parezca una sinsorgez, una fuga por la tangente o, en su caso, una obviedad. Sin embargo tiene todo en su conjunto más enjundia de lo que parece.
Cuando digo que mi género es el género humano aludo más a la acepción taxonómica del término que a cualquiera de las otras. Cuando hablo de humanismo lo hago tambien, en cierto modo, sustentándome en ese sentimiento de pertenencia al género humano como principio. Un principio, por otra parte natural, que a veces tengo la impresión de que hay quien o bien por ignorancia o bien por deslealtad a su género, al humano, pretende desvirtuar, trasgredir y en definitiva alterar. Da la impresión a veces de que se busca trastocar el orden natural de las cosas invocando precisamente un orden presuntamente natural que sin embargo no es real. La naturaleza no es, tal como entendemos nosotros el orden, ordenada, y en ningún caso es buena o mala, justa o injusta, cruel o altruista. Las naturaleza no tiene principios morales ni se guía por criterios éticos. Su orden no busca la armonía, sino muy a menudo simplemente la superviviencia de los propios, lo que, paradójicamente es a menudo, la mejor garantía para la existencia de los otros.
¿Y qué es lo propio? se preguntará alguien. Y ahí volvemos a la taxonomía.
La taxonomía es el arte de clasificar cosas. Esa habilidad tan divertida que vemos a veces en las películas en boca de eruditos decimonónicos empeñados en clasificar mariposas, peces, plantas o escarabajos. Como todas las clasificaciones es un marco conceptual, no un precepto, pero bien es cierto que conocerla, especialemente en su dimensión jerárquica, ayuda a comprender un poco a la naturaleza e incluso a las reacciones, instintos y comportamientos de las cosas vivas. Somos homo sapiens sapiens, una subespecie de la especie Homo Sapiens, del Género humano. Para llegar a la rama donde está, por ejemplo, un gato, tendríamos que subir nada menos que doce niveles dentro de los 27 más o menos en que se subdivide el arbol taxonómico, hasta llegar a los placentalia, y de ahí volver a descender hasta la subespecie de los Felis Silvestris Catus o Felis Silvestris Domesticus.
Lo propio de los humanos es pues, el género humano, y eso nos incluye a nosotros, los homo sapiens sapiens, y a nuestros primos desaparecidos en combate evolutivo, los homo sapiens idaltus y los homo neandhertalensis. Hasta ahí llega la ciencia propiamente dicha clasificando. Y ahí nos quedamos quienes nos empeñamos en ser todos igualmente desiguales dentro de nuestro humano género. Pero no quienes se empeñan en buscar diferencias que no son de género humano sino de degenerados humanos. Diferencias con las que tratan de justificar lo injustificable aludiendo a razas, a géneros sexuales, y hasta a idiomas o marcas culturales varias para clasificar entre buenos y malos, propios y ajenos. Pero tampoco quienes, ignorando que estas jerarquías son fruto de milenios de evolución por ramas separadas, de pronto tratan como iguales e incluso como más cercanos que sus colegas de género a perros, conejos y gatos, corderos y en general a todo el reino animal pro extensión, a todo el reino menos a uno de sus géenros, el humano. Yo por ahí no paso. Ni por un lado ni por el otro. Ni por exceso ni por defecto. Me quedo, como decía al principio, al lado del género humano, mi único género.
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