Dice el refrán que la caridad empieza por uno mismo. Me viene a dar lo mismo, no creo en la caridad. Creo en la justicia y creo en la solidaridad. Creo en que donde las dan las toman, y en que el que algo quiere algo le cuesta y hasta en que se recoge lo que se siembra. Por eso creo más en el trabajo, aunque sea desestructurado, sumergido y hasta subterráneo, que en la mano tendida con la palma boca arriba. Cuando salgo del supermercado y veo frente a mi, sentado, a un hombre más joven que yo, más fuerte y más capacitado incluso para llevar las bolsas que yo llevo, pienso en todo esto al ver su vaso de plástico sonar como el carrito de un chamarilero. Y pienso que a pesar de su sonrisa no me mueve a compasión el ver como no se compadece de mis manos débiles sometidas a la tortura del peso de las asas de plástico de la bolsa con las naranjas y espera paciente y sin mover un dedo a que deje mis bolsas en el suelo, meta mi mano dolorida en el bolsillo y saque una moneda con la que aumentar el peso de su vaso. No sale de su boca nada más allá de un buenos días, cuando uno esperaría quizás un… “le llevo las bolsas”, o incluso un “le sujeto la compra mientras me busca una moneda”. Él no mueve las manos suyas, y yo tampoco me siento invitado a mover las mías. No creo en la caridad. Me parece un arma cargada de pasado. De pasado feudal, de pasado nacional católico. De huchas para el domund y día de la banderita, de chicas de la cruz roja, de cepillo y de mendigo a la puerta de la iglesia. Prefiero el trueque y el intercambio; el yo te ayudo y tú me ayudas; el todos juntos avanzamos. Será que soy extraño, no me ablandan los blandos.
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