Conocer y aplicar el concepto de disonancia a los debates es, a fecha de hoy, además de una estrategia imprescindible, una necesidad de superviviencia.
Comprender el alcance y significado de la disonancia resulta urgente. Casi es una cuestión de superviviencia, y lo es a la vista de la evolución de los debates ciudadanos, de la práctica totalidad de ellos. Da lo mismo que hablemos del toro de la vega, de la tauromaquia, cosa bien distinta, del proceso catalán, de la guerra siria, de los inmigrantes, sean refugiados del hambre o de la guerra, de cuestiones de género, del arte abastracto o de lo que sea. El mundo es blanco y negro y monolítico. El tomar una postura en un tema concreto se convierte en un totum revolutum de estereotipos derivados en prejuicios. Olvidamos de golpe la extensa y multiforme complejidad de la existencia y hacemos grupos cerrados. Estancos que no tienen tabaco pero que llenamos de malos humos. Y claro, el humo nos ciega los ojos con picores e irritaciones; filtra y difumina las luces y embota nuestro olfato. Así es imposible abrir los ojos y no podemos ver claro.
Ahora resulta que todos los habitantes de Tordesillas son brutos, carentes de principios, son peor que animales, son humanos. No hay espacios intermedios. No hay matices. Como no los hay en muchos otros debates. Solo existen modelos cerrados. Formas de ser que vienen en lotes, como venían las películas y las series americanas. Uno opina una cosa y de pronto derivamos que es de tal y tal manera en muchas otras. Y lo cierto no es eso. Uno tiene derecho a tener sistemas abiertos. A tener posturas que pueden incluso ser contracitorias. La coherencia, aplicada a la infinitud de las cosas sobre las que pueden tenerse opinión o sobre las que se puede tomar o no postura, se convierte en algo pequeño y limitado. No se comprende ya la teoría de los conjuntos, de la intersección de los círculos. No hay siquiera círculos concéntricos, sólo uno pequeño como un punto y punto. Dentro está el calor, fuera la nada, y la nada es más grande que el todo diminuto.
Los debates se simplifican y reducen. Se generaliza, se estereotipa y se prejuicia, y en base a los prejuicios se justifica y aplica el linchamiento colectivo. No hay disidencias posibles. Ni siquiera abastenciones. Se está con todo lo que se dice, que generalmente es poco y simple en un mundo grande y complejo, o se está en contra de todo lo que se es. Por poner algún ejemplo, tal parece que no se pueda ser de izquierdas y tener en la biblioteca el Cossio. O que no se puede ser intelectual y disfrutar con los articulos de Joaquin Vidal. O que haya que pasar corriendo las hojas en las que está el llanto por Ignacio sanchez Mejías cuando se lee a Lorca o ir a la carrera por las salas donde están las láminas de la tauromaquia de Picasso cuando se va a ver el gernika. Ya no existe la empatía.
Yo no defiendo lo que representa el toro de la vega. No me gusta. Pero no condeno a la hoguera a el pueblo entero de Tordesillas. Tengo por otra parte mi opinión sobre la tauromaquia, igual que la tengo sobre otras cuestiones. No pretendo obligar a nadie de que la comparta. No pienso que todos los que no participan de mi opinión sean iguales y piensen en todo igual. Es más, la experiencia que acumulo me indica que no toda la gente con la que coincido a favor de una cosa, resulte coincidente conmigo en su postura en relación con otras cosas. Hay muchos cruces de caminos, muchas combinaciones.
Ya la gente no se dedica a tratar de convencerse, sino a intentar imponer sus opiniones sin matices. Incluso en el caso de que estuviesen en lo cierto ignoran en absoluto lo que implica la disonancia. Nadie mueve sus posiciones si la oferta que se le hace para cambiarlas es diametralmente opuesta a su postura de principio. La disonancia le lleva a ingnorarlas y considerarlas falsas, es más le refuerzan en los principios de los que tratamos de que abjure. Sólo podremos convencernos unos a otros de que nuestras posturas son mejores si somos capaces de acercarnos, y desde la cercanía y la mútua comprensión somos capaces de ir tendiendo puentes pequeños, pasarelas que luego crezcan. Y eso siempre desde el principio básico de que nuestra postura tampoco tienen por qué ser inmutable. Porque dialogar no es un medio para imponer nuestro verdad presunta, sino el camino para llegar a una verdad amplia en la que todos tengamos un sitio.
Perder la consciencia de que la disonancia existe y debatir como si no existiese no sólo no ayuda a derribar muros sino que los agranda y hace que se contaminen unos debates con otros hasta terminar por crear compartimentos estancos llenos de humos.
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