Tiempos locos estos que vivimos. Tiempos de muchas leyes de letra pequeña y pocas frases redondas. Frases redondas de las de verdad, no fuegos fatuos escritos en cursiva sobre la tierna cara de un gato. Vivimos con muchos finales y no menos medios, tantos que nos alejan de los principios y acabamos cumpliendo normas cuyo sentido no alcanzamos a comprender con la simple ayuda del menos común de los sentidos.
Un buen ejemplo de ello es la taquilla. Y no hablo de la taquilla del teatro, ni de la del futbol, ni tan siquiera de la de los torrentes de ocho apellidos vascos. Hablo de la taquilla que trae locos a los hosteleros de la mano de los celosos inspectores.
Los inspectores que cuidan de la salud con que nos sirven y atienden nuestros premiados y aclamados hosteleros son en muchos casos veterinarios. Y es que los clientes no dejamos de ser un poco animales. Los inspectores, como buenos inspectores, y en tanto que ejercen de tales, que no dudo de sus competencias personales, no piensan, simplemente inspeccionan. No cuestionan, simplemente certifican. Y no certifican saludes ni limpiezas, ni tan siquiera buenas prácticas aunque así lo parezca. Lo que certifican son única y exclusivamente cumplimientos. Y los cumplimientos afectan a reglamentos, y los reglamentos se basan en leyes y las leyes en principios.
Y que lejos quedan los principios cuando se enfrenta uno a una inspección, tranquilo en la lozanía de sus pintxos, confiado en los destellos de los azulejos de los baños y zas… se va el inspector y se queda uno en el mostrador con el impreso que certifica un incumplimiento. La taquilla. El bar carece de taquilla. No vale un armario cualquiera, no. El reglamento dice que tiene que ser mueble con puerta y cerrado con llave. No importa si lo pone usted fuera o dentro, ni si lo usa para guardar flores, tiestos o equipajes varios. El bar no tiene taquilla. Y ala, a comprar un taquilla y ponerla con su llave y todo, para guardar la fregona aunque sea.
Y uno recuerda entonces al inefable Saza, y a sus desesperados intentos por conseguir de la mano del ministro del ramo y con la excusa de una cacería la exclusiva en la importación de porteros automáticos, y se imagina al cuñado arruinado con su fábrica de taquillas llorando en la boda de una prima a un subsecretario. Y eso sí, mientras tanto el hostelero, a pasar por taquilla sin que nadie mire sus pintxos ni los azulejos refulgentes de su baño.
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