(de la serie reflexiones sobre la burocracia)
El ser humano es una máquina de crear símbolos, sobre todo para dominar sin trabajar. El dominio más eficaz es el que no necesita de violencia expresa sino que se basta con la violencia simbólica, casi subliminal. Es esa violencia que se ejerce sin apenas esfuerzo pero que contiene todo un mundo de violencias y se expresa con un pequeño gesto.
Cuando el juez golpea la mesa con su mazo es un golpe leve, ligero, casi inocuo, y sin embargo para el del banquillo es un mazazo, es la plasmación de como al final del proceso cae sobre él, con todo lo que eso lleva consigo, el peso de la ley.
La iglesia, la banca, el despacho del jefe de personal (ahora recursos humanos)… todo esta lleno de elementos simbólicos que recuerdan con insistencia quién tiene la sarten por el mango y quién el culo puesto al fuego.
La administración en términos genéricos, el aparato burocrático del estado en todas sus manifestaciones, tiene también un elemento simbólico que persiste desde su origen y es consustancial a él: el sello. Lo mismo da que pensemos en tablillas de cera que en tablets. En caligrafía gótica o en comic sans. Lo mismo da que se invente la imprenta o los espacios infinito punto cero. Ni con César, ni con Carlomagno, ni con Napoleón, ni con el delegado de falange, ni con el experto en orientación profesional, coaching for autoemploying o personal assistant manager en la oficina de igualdad individual multigenérica. No hay trámite que pueda darse por zanjado hasta que el funcionario no estampa fecha o dibujito sobre el formulario con su sello de caucho en un gesto rotundo y con un golpe sobre la mesa.
Este golpe tan contundente y definitivo sin embargo acostumbra a no certificar ni concluir realmente nada. Es sólo un paso más, a menudo incluso un paso atrás que constata la ineptitud del ciudadano y su incapacidad para cumplir lo que de forma tan clara y evidente la administracion le exige. Golpe a golpe, sello a sello hasta la desesperación total. El sello malayo va, como la gota de caucho, minando la confianza y autoestima del paciente ciudadano hasta que al final, sumiso y entregado confiesa y se arrodilla, y reconoce si hace falta incluso haber matado a Viriato.
Sólo es un símbolo, pero por ello mismo, es lo primero a combatir. Deberíamos ponernos en pie, asaltar oficinas y despachos, sacar todos los sellos de caucho que encontremos, amontonarlos en mitad de la plaza y fundirlos para hacer pelotas o ruedas, y jugar con ellas o usarlas para seguir avanzando.
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