Los muertos son parte de nuestra vida, siempre ha sido así y así sigue siendo. Aunque la forma en que los muertos conviven con nosotros, o nosotros con ellos haya venido cambiando en lo formal, sigue en esencia siendo lo mismo salvo en un aspecto: los muertos reales, los de familia y amigos. A esos muertos cercanos, a los que antes velábamos en las casas donde a menudo morían y visitábamos en familia, esos muertos van desapareciendo. Los llevamos a morir a hospitales especializados, los alejamos a los tanatorios, los ocultamos a hijos y nietos y los quemamos en vez de llevarlos en cuerpo y alma a esos camposantos que hoy queremos conservar como museos en vez de como cementerios.
La muerte, como muchas otras cosas en esta sociedad farsática del siglo XXI, es intolerable en la vida real, pero es omnipresente en la mediática. Los muertos, como Rajoy, son realidades plasmáticas, y el resto de los mortales formamos una nueva caterva de espectadores de ejecución y de figurantes de procesión, de plañideros espontáneos y multitud enfervorecida.
En eso de los muertos “sociales”, los que no son familiaers seguimos siendo atávicos y hasta antiguos. El aparato mediático necesita muertos, el político también. Porque los muertos enternecen y embrutecen. Los muertos unen contra otros y ciegan el criterio y la razón. Los muertos a los que hacemos nuestros, eso sí, porque los otros no existen, porque hay categorías de muertos. Lo mismo da que los muertos los produzca un accidente, un crimen, una guerra o lo que sea. Los muertos surgen, se tumban en la pantalla y permanecen esperando hasta que llegan nuevos muertos para sucederles.
Parece que hay, o debe haber, un oscuro sanedrín que decide si los muertos son nuestros o son ajenos, y dentro de los ajenos si son muertos simpáticos o muertos miserables. De los muertos nuestros no se sacan a poder ser imágenes desagradables. Las fotos que de ellos vemos son de la graduación, de una cena con su novia o de la primera comunión. Porque los muertos nuestros tiene nombre y apellidos, y familia, y trabajo y en definitiva vida. Son muertos vivos. De los muertos ajenos, los que nos caen simpáticos aparecen, sin embargo, muertos. Pero son a menudo muertos dulces. Son por ejemplo niños, de los que a veces, sólo a veces, incluso sabemos el nombre. Son por otro lado muertos cartel, de los que sirven para decir que como ellos hay muchos. Los muertos ajenos que no son nuestros son sólo números o planos generales. Mueren a diario, no como los nuestros, y mueren a menudo por la torpeza o la mala fé de los que nos gobiernan, de nosotros.
Los muertos, los malos, son tiranos que hemos construido mucahs veces donde antes habíamos fabricado aliados. Son muertos con sangre, cadáveres humillados, como esclavos rebeldes crucificados en la via Apia, cabezas clavadas en estacas a los pies de las murallas o piratas ahorcados en la desembocadura del Tamesis. Son muertos ejemplarizantes.
No hemos cambiado mucho. De los mártires y santos se escribían todos los detalles, se pintaban cuadros, de quienes los martirizaban solo las cifras de cabezas cortadas en las batallas y perfiles diabólicos y grotescos. De los indios apenas algún nombre, de los conquistadores incluso enciclopedias. Del Cid poemas, de los once de los suyos con los que cabalgaba solo penas.
No ha cambiado nada, seguimos viviendo con los muertos y dejándonos engañar, no por ellos, sino por quienes usan los muetos para jugar con los vivos, porque a pesar de que digan los forenses que los muertos hablan, la verdad es que con tanto ruido, silencio y parato mediático no hay quien les oiga.
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