Publicado en Diario de Noticias de Álava el domingo 29 de enero de 2017
El otro día estaba intentando oír a un músico. Sobre el escenario sonaba su voz, la guitarra y un cajón. Bajo el escenario estaba el coro conversando. Acabó una canción sonaron aplausos y se hizo el silencio, algún problemilla técnico. Doctor Sax se acercó al micro y comentó: o sea que ahora que podéis hablar mientras arreglamos esto todos calladitos y hace un rato cuando teníais que estar oyendo todos hablando. Hubo risas, pero se hizo de nuevo el silencio. Me quedé pensando que en esta ciudad de la queja constante hacía tiempo que no escuchaba una tan consistente.
Nos quejamos de que la ciudad es aburrida, de que no hay alternativas, y cuando las hay nos quejamos de que es mal día. Si no hay gente en un bar nos quejamos de que hay poca iniciativa, y si nos ponen música en directo de que así no se puede tomar potes y charlar a gusto. Si un día tenemos el cuerpo de oyente y no hay nada que nos interese nos quejamos de que no hay oferta, y si un día nos coinciden dos tentaciones protestamos porque hay que elegir. Todos quejándonos a gritos y al fondo, en el escenario, alguien generalmente honesto y enamorado de lo que hace intentando hacerse oír. Y sin quejarse a pesar de tener motivos sobrados para ello. A menudo mal o nada pagados, en espacios minúsculos, con públicos no siempre educados, con sus instrumentos, sus locales, sus equipos, sus horas y sus trabajos alternativos, que de la música no hay quien viva. Y es que estos juglares del siglo XXI son más héroes que músicos. Ellos, y las salas que apuestan por ellos sin tratar de aprovecharse mucho de su trabajo, tienen motivos de queja. Pero no lo hacen y aunque lo hiciesen ni nos daríamos cuenta estando como estamos a nuestras conversaciones. Y es que en esto como en muchas otras cosas no siempre el que más grita es el que más tiene que decir, es más, suele ser lo contrario.
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