Publicado en Diario de Noticias de Álava el domingo 5 de febrero de 2017
Hay en los días secos de invierno, un personaje peculiar y fácilmente reconocible. Que ande solo o acompañado es irrelevante, lo que le da su personalidad es el atributo que porta. Es algo así como una varita mágica, un cayado o un cetro, que lo mismo dan las variantes tipológicas, lo que importa es la función. Se trata en todo caso de un objeto de uso común, casi vulgar, que sólo adquiere su dimensión sobrenatural en sus manos. Hablamos, sí, de los que llevan un paraguas en la mano los días que no llueve, los magos solidarios. Yo soy uno de ellos, de esos seres que somos capaces de manejar el clima a nuestro antojo. El viernes mismo hice una exhibición. Iba a salir, estaba en el portal. Llovía a mares. Me volví al ascensor y subí a por el paraguas. Volví a bajar, lo abrí y empecé a caminar. Cuando llegué a mi primera parada cerré el paraguas y ¡oh sorpresa! el paraguas estaba seco. Había dejado de llover al momento mismo de abrirlo. Tuve que cargar con él toda la noche, aún a riesgo de perderlo. No es un don que tenga en exclusiva. Crucé miradas cómplices con más gente como yo, armada con sus objetos mágicos y empeñados en no dejarlos olvidados. Tenemos un poder que ponemos al servicio de la comunidad de forma inconsciente o voluntaria, pero en todo caso de balde. Paramos la lluvia con nuestros paraguas o la provocamos a golpe de ropa tendida, cristales limpios o coches lavados. Lo hacemos de forma altruista y hasta sacrificada, porque lo nuestro nos cuesta: llevar el paraguas, esperar al segundo secado o relavar lo recién lavado. Nadie nos da las gracias, obviamente, porque los magos solidarios intentamos, como los magos verdaderos, ocultar nuestra condición. Otros hay en cambio que no teniendo superpoderes tienen los poderes que les damos, no hacen magia, no hacen nada más que daño, y encima pretenden que les alabemos.
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