Publicado en Diario de Noticias de Álava el domingo 26 de marzo de 2017
Mira tú que nos costó siglos de experimentos llegar a ser la cultura escrita que somos, y todo para al final acabar teniendo que poner el dedo. ¿Qué pensarían de nosotros aquellos egipcios con sus dibujitos, los sumerios con sus jergas cuneiformes, los griegos y sobre todo los romanos, al vernos despreciar todo lo que ellos progresaron a golpe de cincel sobre la piedra y confiar más en los surcos de las yemas de nuestros dedos que en toda nuestra tradición impresa?
Recuerdo de pequeño el empeño que poníamos en crear nuestra primera firma. Con el piquillo de la lengua fuera, ensayando con mano tensa las vueltas y revueltas de las letras, nuestras letras, para dar forma a nuestro nombre. El examen de firmas llegaba con el primer DNI, con foto de verdad, escrita a tinta antes de plastificar y aquel olor a disolvente que te quedaba en las manos después de pasar un rato tratando de quitarte la tinta negra con la que habías impreso tu huella en el documento. Ahora todo es electrónico. La foto se escanea, la firma se escanea, la huella se escanea, y todo junto se digitaliza y se procesa. Pero se ve que en vano, porque según nos cuentan nada de esto evita el desatino y el trampeo. Ahora nos dicen que el problema de Lanbide es identificarnos, y que para eso no valen letras ni documentos, que tenemos que mostrar nuestras crestas papilares a un aparato. Y diciéndolo se retratan en su necedad, porque el problema no es identificarse, sino aplicar a los asuntos la lógica flexible del mundo real en vez de la kafkiana lógica procedimental de la administración. Porque seamos serios, por mucho que la administración se dote de tecnologías del siglo XXI seguirá siendo obsoleta si sigue con mentalidad y procedimientos del siglo XIX. Y eso por no hablar de lo del vicio de perseguir en vez de la virtud de ayudar que practican así como concepto.
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