A veces oigo, veo o leo los medios locales de información y tengo la impresión de que alguien ha leido el tercer mandamiento fuera de contexto y se ha lanzado a practicarlo sin criterio. O eso o estamos llegando al paroxismo de uno de los fenómenos informativos del verano… la mitificación. La mitificación, según estudiábamos en la facultad, es el proceso por el cual se eleva a categoría de noticia cualquier banalidad con el único objetivo de llenar el espacio disponible en épocas en las que hasta las noticias están de vacaciones. Esta elevación pasa por la atribución de características épicas y trascendentales a lo que no deja de ser cotidiano y liviano.
La semana pasada nos tocó a los vitorianos, esta a los donostiarras y la que viene a los bilbainos. Que nadie crea que los demás aburren, somos todos igual de cazurros y de patateros, tengamos patatas, leones o txakolis, que tan aldeano es un Celedón que una Marijaia, y tan absurda la glorificación de una procesión de personas con vestido rural y vaso de plástico en mano que un asalto de piratas del siglo XXI con polo de lacoste.
La cosa es que uno oye la radio y tal parece que de lo que hablamos es de la quinta esencia del patrimonio cultural no ya propio, sino de la universalidad en pleno. Y en realidad hablamos de fiestas, de gamberradas, de risas y de desvaríos, de salirse del tiesto, de jugar con el tiempo y con los vinos. Que son fiestas, repito, que lo que les hace festivas es su intrascendencia y su relajo de normas, costumbres y etiquetas. Y así no. Que convertimos en liturgia lo que era rebeldía, y en mito lo que era anarquía. Que si hacen falta noticias pues ya las buscamos, pero que las fiestas son para los que las trabajan como fiestas y las viven como fiestas, dicho sea de otra forma… sin sentido, rompiendo moldes y mitos, y dejando la etiqueta, el boato y la grandeza para otras siestas que se estiran el resto del año.
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