Publicado el domingo 14 de enero de 2018 en Diario de Noticias de Álava
Qué domingo más bueno sería este para dejar aquí, en la contraportada, un espacio vacío y sin letras. Sería quizás lo que mejor reflejase cómo estoy: en blanco y sin palabras. Porque el jueves ocurrió algo que además de inesperado y sorprendente es duro, es amargo, es injusto y es malvado. Y tanto es así que a día de hoy todo el mundo tiene algo que lamentar y mucho que sufrir. Podríamos partir el mundo en dos porciones y cada una de ellas tendría el llanto bien justificado. Los que hemos tenido la dicha de conocer a Pepa sufrimos hoy por la certeza de no volver a verla más allá de lo que va a ser evocarla. Los que han tenido la desdicha de no conocerla, lo sepan o no, tienen motivo para el llanto y bien harían en ejercitarlo, porque ya no podrán conocerla. Porque la Pepa, nuestra Pepita, ha sido, es y será para los que la hemos conocido más que una constitución, una institución. Porque mujeres como ella no es que no abunden, es que son únicas, y lo son en el marco de familias únicas compuestas de gente única. Me duelen los dedos. Ayer por la mañana cuando pasé a despedirme de ella, casi de madrugada por el tanatorio, aquí el Javier de las palabras, me quedé sin letras y sólo pude poner “Jo” delante de mi firma en el libro de testimonios. Porque hay cosas que duelen. Pero la cosa es que si me paro a pensar en lo que a lo largo de los años he aprendido de ella es que la vida hay que vivirla feliz, que vale más pasar por tonto con una sonrisa que pasarse de listo y encrespar las cejas. Que los problemas nos dejan marquitas por dentro, pero que siempre hay alguien o algo a quien regalar una palabra amable o una sonrisa. Que aunque nos toquen la guitarra sin guitarra, que aunque nos digan alcachofas, la vida sigue y hasta termina una ascendida al olimpo de la nobleza. Jo, que solo puedo decir que vivir ha merecido la Pepa.
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